Rafael del Naranco: Ojos ya no hay para llorar

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Esta noche de finales de marzo, lluviosa y montaraz, con un libro de trovadores griegos – se encuentra  hace años sobre el respaldo del  tálamo donde cobijo mis quimeras – me quedé dormido entre un vaho de bajamares, capiteles promontorios jónicos, entre unas estrofas empujadas por un aire sumiso, como soplo de mujer seducida.

Las palabras  eran del poeta  Pablo Liasidis, el mismo que trenzara toda su obra en lengua chipriota griega.  El se acerca y susurra  como si leyera sobre la  piel desmembrada:

“Roca era tu corazón en los comienzos, pero yo arremetí, /  y poco a poco lo quebré con el martillo de la esperanza, / y encontré suave arena de dicha y allí anclé, / y brotó el agua artesiana del amor”.

Muy posiblemente en alguna parte el tiempo – anatema de la vida – comience a hacerse herida y los ensueños, antaño sueltos, empiecen a deshacerse, a volverse olvido.

No es cierto que uno tenga anhelos libertinos perennemente. La subsistencia desgasta, seca, hiere de tal manera que todo en nuestro interior se vuelve una mixtura de magulladuras, un camino serpenteado de profundos dolores donde antes existía un pozo de ilusiones.

Es posteriormente, en otras cruzadas, cuando el tiempo inapelable nos alcanza y nos enfrentamos con cada uno  de los espectros y espíritus que han poblado nuestra fortuita vida.

A partir de ahí las noches se hacen largas, la fosforescencia parece esconderse, y sentimos como el fresco de la tierra se va amoldando entre los huesos, ahora mucho más quebradizos.

Dicen que cuando el gran Eurípides  pidió no derramar  lágrimas nuevas  sobre penas antiguas, destapó el frasco donde se mezcla la esperanza con unas gotas de agua de rosas, ese bálsamo que los pueblos árabes dan a los enfermos del alma.

Retomo el manual de los poetas griegos: un tal   Takis Varvitsiotis venido de Salónica, canta desesperado entre angustias filosas y romero marchito:

“El libro cerrado, el violín dolorido, / o un ángel roto que vela. / Donde estáis mis manos de niño, / me olvidasteis. Mas no puedo, / ojos ya no tengo para llorar. / La lluvia se limitó sólo al jardín.”

Ahora en esta Valencia mediterránea, mirando tras las cortinillas de la ventana cincelada a cal y canto entre las junturas del alma, presiento la cercana partida, mientras las pesadas  alforjas de la  existencia  se van llenado de hálito, céfiro y olvido…

rnaranco@hotmail.com

 

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Sobre María Corina Machado
     
 
Nuestra Señora del Monte Carmelo
   

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