El aporte del marxismo ha sido grande a la hora de desentrañar el carácter ideológico presente en el papel del Estado para ejercer el dominio sobre sus ciudadanos. En esta perspectiva, la ideología encierra un proceso de adoctrinamiento en el sujeto para que vea la realidad que le abraza de una manera errónea, no como se produce crudamente.
Esa falsificación de las cosas se lleva a cabo por quienes detentan el poder del Estado. Para Marx y sus seguidores la clase dominante es la burguesía que se vale de las instituciones religiosas, el modelo educativo y el aparato propagandístico con el fin de “lavar el cerebro” al proletariado para tenerlo adormecido y controlado. Se genera, entonces, el proceso de hegemonía que permite la perpetuidad de la clase dominante en el poder del Estado.
Irónicamente, lo que no había valorado Marx en su análisis es que esa hegemonía o dominio no solo es de la burguesía. El devenir histórico de la Revolución Bolchevique, liderada por Lenín en la Rusia zarista a principios del pasado siglo y símbolo de inspiración para los marxistas, degeneró en una nueva clase política que se ancló en la burocracia estadal para imponer su predominio y control sobre el resto de la sociedad. Esa clase, proveniente del proletariado, se convirtió en la más reaccionaria desde el Estado e impuso un régimen totalitario, de terror e ideológico.
Muchos especialistas en el tema han denominado ese fenómeno político con el nombre de “Socialismo real”, cuyas secuelas siguen dando mucho de qué hablar en varias partes del mundo y, más reciente, en Latinoamérica. Sin embargo, tal calificativo se ha prestado para asociar de manera equívoca todo movimiento progresista con el autoritarismo y la hegemonía. Pues, ambos rasgos se dan en regímenes de izquierda o derecha, si son aceptables esas categorías en la actualidad. Los ejemplos más notorios fueron Adolfo Hitler, ferviente impulsor de la economía capitalista en la Alemania Nazi, y José Stalin con su férreo mandato en nombre del comunismo en la otrora Unión Soviética
Lo medular de este planteamiento es que los sistemas totalitarios no tienen fronteras doctrinarias y se distinguen por controlar todos los espacios de la vida social, incluyendo la intimidad del sujeto. Todo lo decide en nombre del pueblo, bajo el capricho de una figura política que se cree predestinada por la providencia. El totalitarismo asume la propaganda como instrumento de ideologización de la sociedad. Confisca los medios de comunicación para ponerlo al servicio de su proyecto político. Aplica la censura periodística, persigue y detiene a los periodistas y disidentes políticos, promueve el culto a la personalidad, crea una red de delatores a quienes retribuye con prebendas de poco valor. Es un control bien sistemático de la sociedad, la cual es observada en toda su dinámica por el portentoso aparato estatal.
Estas características fueron estudiadas por Hanna Arendt, una pensadora alemana y de familia judía al igual que Marx, en su libro “Los orígenes del Totalitarismo”, a mediados del pasado siglo. Por supuesto, en la sociedad globalizada del siglo XXI han surgido nuevos elementos que le dan una resignificación al Estado totalitario. Por ejemplo, el avance de las nuevas tecnologías de información y comunicación obligan a la clase hegemónica a utilizar las más sofisticadas herramientas del entorno digital para redimensionar su hegemonía. Se valen de las redes sociales, bots, web periodismo, inteligencia artificial e influencers para incidir ideológicamente y ejercer la hegemonía en el amplio entorno virtual.
No es casual, además, que el proyecto totalitario recurra a un poderoso y costoso sistema comunicacional para afianzarse. Contrata a expertos en laboratorios psicosociales para diseñar y aplicar técnicas persuasivas en la psiquis colectiva. Incluso, los profesionales de la comunicación con que cuenta terminan reforzando el papel hegemónico del sistema. Es así que los periodistas de comunicación corporativa, en todo el andamiaje institucional público, terminan siendo piezas de ese engranaje hegemónico del Estado totalitario.
No conforme con eso, la clase dominante ejerce todo tipo de restricción a las libertades públicas por el vertiginoso entorno digital. Impone su mordaza con instrumentos legales que frenan la libertad de pensamiento, expresión y comunicación. Aplica la censura y autocensura en las plataformas digitales. Finalmente, promueve la creación de organismos de supervisión y vigilancia de las redes sociales para sembrar el miedo entre los ávidos internautas. Ante esas amenazas del autoritarismo se enfrenta la sociedad actual. Los periodistas, como individuos críticos y con capacidad intelectual, tienen la responsabilidad de enfrentar estás nuevas tendencias del Estado totalitario.
Miembro del Tribunal de Disciplina y Ética del CNP – Seccional Sucre.