Rafael del Naranco: Una figura de nuestro tiempo

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Si hubiera podido escoger a un amigo para deshacer entuertos y trajinar caminos en esta  España mediterránea  en  donde reverdezco, sería Adolfo Bioy Casares.

El escritor argentino era conversador, mundano, clarividente, sincero en sus apreciaciones, amante tórrido, compañero hasta el sacrificio; sin duda, un héroe de nuestro tiempo, según la épica ensalzada de  Mijaíl Lérmontov.

Cuando partió en 1999, yo estaba leyendo  “De jardines ajenos”, lo que me daba una clara idea de su inconmensurable cultura y el reflejo de ese  “sprit” irónico y reflexivo tan borgiano él.

Lo conocí de refilón una noche de rayos, truenos y lluvia de espanto, en un bar literario, café de arte o esquina del encuentro, pues todo lo era a la vez, en el número 502 de la calle Chile, barrio de San Telmo, en una de esas escapadas  a Buenos Aires, con motivo de haber sido nombrado, tiempo atrás, miembro de la Fundación Gardeliana del Plata, razón siempre presente para bajar desde el Caribe al encuentro del Sur.

Era “La poesía” – así se llamaba el bar –  una especie de ateneo arrabalero. Cada noche, entre vaho de alcohol y mate, se presentaban libros, se hacían lecturas de poemas, espectáculos espontáneos de  tangos, y hasta la madrugada, reuniones informales donde perennemente alguien, entre sollozos y recuerdos de Perón y Evita, pedía integrar un pelotón para sacar en pijama al presidente de turno, que posiblemente a esa hora dormía plácidamente en su residencia de Los Olivos.

El autor de “La invención de Morel”, llegó acompañado de una madura mujer aún hermosa, con un aire entre  Rita  Hayworth y Liv Ullman, si esa comparación se pudiera hacer.

Estuvo unos minutos, lapso suficiente para  beber unos vinos, recibir un poemario de Rubén Derlis, según supe después,  y al instante, igual que el personaje del cuento “Máscaras venecianas”, desaparecer.

En cierta ocasión le preguntaron con qué palabras querría ser recordado cuando todo fuera bruma y su cuerpo polvo de estrellas. La respuesta de Casares fue directa: “Digan solamente: le gustaba la literatura”.

Tiempo después el último aristócrata de las letras argentinas penetraba en la casa de las sombras. Sus muchos amigos ya instalados allí, lo recibieron con alborozo, y hasta abrieron las tranqueras del “El viejo almacén”.

Murió, dicen,  víctima de una falla multiorgánica, pero uno cree que de ausencia insalvable. Ya no tenía con quien hablar, pues  Emilio Gauna – el último de sus personajes -, se perdió un día de 1927. Demasiado tiempo para esperarlo en el zaguán.

Nació en una familia de estancieros. Un critico en el diario Clarín lo retrató: “Gozó, sin culpa y sin apuro, de una identidad obcecada de escritor. Se nutrió de esa esmerada formación cultural francesa que daban a sus hijos las familias de alcurnia y heredó de su padre la pasión por los libros. Cuando era un niño,  le envolvían en fábulas, poemas y fragmentos del Martín Fierro.”

Con Jorge Luís Borges le unió la literatura – escribieron mucho tiempo “al alimón” – . También  el amor  por Silvina Ocampo.

“Pibe – le saludó el ciego de Rivadavia al verle entrar en el cementerio de Recoleta -, habéis tardado mucho en venir, os gustaban las grelas en demasía, pues descangayado como ya sois, seguías siendo gavión por la cortada de La Valle para compadrear con todas”.

No hay duda: hubiera sido un buen amigo en tardes de vino, quimeras  y palabras.

rnaranco@hotmail.com

 

Traducción »

Sobre María Corina Machado