Cuando el que canta cuenta, el que cuenta canta, por Juan Carlos Chirinos

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Portada de «Escala», de Ernesto Pérez Zuñiga

Siempre me resulta extrañamente fascinante un novelista que también sea poeta. Quizá porque vengo de un país en el que ambos géneros están particularmente diferenciados ‒conozco pocos novelistas venezolanos que además se hayan dedicado con el mismo ahínco a la poesía, aunque ya se sabe que sin poesía no es posible la novela‒; o quizá porque siento desde pequeño una reverencial devoción por la poesía. El caso es que cuando me encuentro con un escritor que a la vez es novelista y poeta experimento la estupefacción del gato que oye un sonido nuevo y sugerente: el bardo es epos y lira, algo insólito para mí; ¿canta o cuenta? Y, encima, si los versos que leo tienen la fuerza propia de la gran poesía, mi interés inicial se transforma en indagación y búsqueda de goce.

Quiero aprovechar que Ernesto Pérez Zúñiga nos ha entregado, por fin, Escala. Poesía 1991-2023 (Granada, Sonámbulos, 2023), la primera antología de su obra poética, para hacer un breve, pero gozoso, comentario. Desde que conociera sus textos, hace ya más de veinte años, he tenido la extraordinaria suerte de (casi) presenciar el nacimiento de sus versos a la par que su obra novelística, ya muy bien conocida por el público lector. Más de una vez he escrito ya que las novelas EscarchaEl segundo círculo y No cantaremos en tierra de extraños son tres muy importantes obras (maestras) que revelan cómo el autor ha ido subiendo la apuesta literaria contra la marea de memeces varias que hoy en día se disfrazan novelas. Su poesía, en este sentido, es el correlato lírico de sus sólidas propuestas narrativas: porque en ambos registros Pérez Zúñiga ha entregado su percepción de «lo contemporáneo», como lo llamaría Giorgio Agamben: el poeta es el ciego de su mundo porque los poemas son el resultado de la otra mirada que desde su interior emana: la visión del poema nace de la ceguera del ciudadano que atraviesa el teatro del mundo, y por eso destila lo otro, lo importante, la vida: «El muerto avisa en las ciudades (…)/ Hay dados en tu mano y el muerto te vigila./ Los tiras al vacío y el muerto te comprende./ La caja los registra contra el muro, al contado./ Y vamos a la nada por caminos de todo» (de Calles para un pez luna, 2002).

En ocho títulos se condensa la obra poética de Pérez Zúñiga; títulos que, leídos en orden cronológico, trazan el recorrido y la transformación de su voz, y allí deja toda clase de señales del cosmos y de los libros, de la cultura y la contingencia que lo rodea. En 2007, el poeta de Cuadernos del hábito oscuro despliega la imagen de un hombre bonsái, quizá el que el poeta lleva dentro, ese que escribe y poda y es robusto aunque sea pequeño o justamente porque es pequeño puede contemplar el mundo en su totalidad: «Yo soy el hombre bonsái/ Todo/ nada/ Yo no soy lo que podría/ Muero/ vivo/ del deseo/ al sinsentido». Este poema parece haber sido un Génesis que se resolvió en varias Revelaciones o un Apocalipsis: el deseo es el origen; el sinsentido, ese más allá que nunca sabremos explicar, pero que el hombre, porque es bonsái de sí mismo, puede describir: ¿es esto a lo más que podemos llegar? ¿A que sea el poeta quien describa nuestro universo con sus versos? Pues sí; lo intuyó Toynbee hace décadas: predijo que dentro de cientos de miles de años la historia solo podrá ser contada recurriendo a la poesía: ¿volverá a ser mito, entonces? Solo el hombre bonsái lo sabrá. No obstante, el poeta de Lance (2021) nos inquietará, muchos años después, con este verso contundente: «Se acaba de poner la oscuridad del mundo». Porque la historia viene de la noche y hacia la noche va, y nosotros somos el eje, el poeta nos señala: «Toda la materia se ha concentrado en ti». Somos el origen y la meta del poema; es decir, de la historiografía del futuro.

El volumen nos guarda una sorpresa, al final: textos muy recientes, de los años 2022 y 2023, nos golpean con la furia de un animal que se resiste a extinguirse: se trata de las Cartas escondidas, y quizá de esta manera el poeta nos avisa de que han existido desde siempre y solo es ahora cuando nos deja leerlas. En todo caso, valió la pena la espera; lean esta ramosucreana (con espirales nerudianas) «Carta XXVII», de voz tonante y de colores flamencos:

Vamos a vaciarlo todo. La gran caracola donde suenan los océanos. La gran caracola donde tienen altares todos los dioses del mundo. Vamos a vaciarlo todo. Catedrales y cuevas. Bibliotecas, cajones, almacenes, armaduras. Que no quede ni mueble ni copa. Vamos a vaciarlo todo. Manadas de las vísceras. Corales de la mente. Montaraces del alma. Una sala desnuda. Aún más. Caídos los muros, una sala sin límites. A nadie vemos. Nadie nos habla. Obedecemos solo a quien respira.

¿Cómo no evocar en estas palabras El triunfo de la muerte, de Brueghel; El jardín de las delicias, del Bosco, o La crucifixión y el juicio final, de Van Eyck? Esta poesía tiene nuestra edad y nuestra geografía y eso incluye a la cultura occidental, también al espíritu romántico que, si le creemos a Rüdiger Safranski, sigue tan fresco como el primer día.

En el prólogo a este libro, Andrés Soria Olmedo nos pregunta y nos advierte, antes de comenzar a leer: «¿Cómo se escoge y se dispone el ramo de flores?». El que con esta pregunta no entienda que le están hablando de Baudelaire, está condenado a no entender quién desordenó las flores que va a leer, dónde anida el mal y de dónde brota el amor del poeta. Que el lector tampoco pierda de vista la estructura en escalera del libro: se puede ascender y se puede descender por él; y muchas veces, ascender es caer y descender es entronizarse. Tenga cuidado, pues.

Celebro que este libro sea así: Ernesto Pérez Zúñiga, nuestro contemporáneo, ha pintado en su poesía de estos últimos treinta años todo eso que nos hace temblar y nos hace soñar, nos hace llorar y nos hace, sin embargo, tener esperanza: porque la palabra pervive a pesar de nosotros mismos, y nos crea y nos destruye y nos recuerda y le da forma a nuestra fama, o sea, al recuerdo que dejamos de nosotros en el futuro. Pero no lo olvidemos jamás: el poema impone su ley. Y en esta deliciosa y sesuda antología ha quedado muy claro.

Juan Carlos Chirinos – Prodavinci

 

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