Rafael del Naranco: Nadie le gana al destino

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El planeta en que mora la raza humana   en ningún tiempo ha transitado estable a recuento de una cognición indescifrable en su amplitud: el hombre ha nacido con mala levadura y con estigmas de plagas y guerras.

Milenios  trascurrieron de evolución y nuestros miedos continúan siendo los mismos desde el alba primogénita en que nació la primera ameba en medio de una sopa de aminoácidos.

Nadie puede narrar la verdad de sus dudas y aprensiones en el desfile de la vida; si lo conociera estaría en  las mismísimas puertas del comienzo de la creación.

El geólogo John Hodgdon Bradley avizoró que “el caos y el capricho no existen”  cuando de la formación del Universo se trata, al existir  otras deidades menos divinas  que manejan nuestra débil existencia.

El polaco Isaac Bashevis Singer señaló que los hechos cotidianos de una persona superan con demasía el poder de la imaginación  literatura.

Una leyenda relata la forma  en que una tribu del desierto de Mesopotamia gobernada por un mortal llamado Abraham, partió de Sumer con su familia, sirvientes y rebaños, cambiando, en menos de dos generaciones, la forma de pensar de todos nosotros, creyentes o no, al concebir un Jehová único.

Basados en esa tradición, si  alguien deseara perfilar la realidad del ser humano, tendría la obligación  de ir al encuentro de  esos resecos surcos ya que solamente escarbando unos centímetros hallará el pasado igual a  como era hace diez o quince  mil años. Tal vez más.

Toda piedra, retorcida viña, guijarro pulido por los vientos, capitel, ánfora, mosaico o unas simples sandalias de cuero,  dicen siempre más  que cualquier tratado, epístola o rollos de Qumrán.

A partir de entonces,  millaradas de almas en el Firmamento – si el cielo protector está poblado –  han padecido el sufrimiento iracundamente.

Dios o el suspiro del aliento que mora en el Infinito, no jugará a  los dados con nosotros, no obstante sus reglas son engañosas, traicioneras y escapan a los parapetos de la definición de nuestra mente.

Nadie le gana al destino: inventó  los enredos para confundirnos y azuzó cada brizna de nuestra desgarrada angustia.  Profusas veces cavilamos  que todo es un accidente cósmico,  un engranaje triturador.

A partir de ahora lo pensaremos con más ardor  a cuenta de esa epidemia del Coronavirus que está desmembrado a una buena parte de la estremecida humanidad.

 

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