Clodovaldo Hernández: ¿Tiene la derecha autoridad moral para prometer que reconstruirá las instituciones? I

Compartir

 

Uno de los verbos favoritos de la oposición extremista en campaña electoral es “reinstitucionalizar”. Dicen que quieren hacerle eso al país y para ello postulan a Edmundo González Urrutia como el gran reinstitucionalizador.“¿Qué vaina es esa?”, se pregunta mucha gente al oír a dirigentes y analistas decir que el país está desinstitucionalizado. Los interpelados explican que, bueno, como se puede deducir etimológicamente, las instituciones del país están deshechas, desfiguradas, destruidas y que es necesario rehacerlas, reconfigurarlas, reconstruirlas y blablablá.

Okey, digamos que es verdad, pero pasemos a preguntarnos por qué ese sector opositor se presenta como la solución al problema si ha sido el factor fundamental en el deterioro que han sufrido estas instituciones. ¿De verdad es la ultraderecha capaz de recomponer lo que ella misma ayudó a descomponer?

Hagamos una somera revisión de lo ocurrido en estos años para tratar de repartir las responsabilidades sobre este fenómeno. Es tan largo el asunto que requerirá más de un artículo.

¿Quiénes desinstitucionalizaron al Poder Legislativo?

Comencemos por el Parlamento. Escuchamos a los dirigentes y opinadores de la extrema derecha afirmar que es necesario volver a los tiempos maravillosos de la IV República, cuando el Congreso era un lugar de debate y concordia, y todas las fuerzas políticas allí representadas, a pesar de sus diferencias, empujaban en la misma dirección: el bien común.

Bueno, quienes acumulamos edad suficiente para recordar aquello, lo primero que tenemos que decir al respecto es que esa versión idílica de la historia parlamentaria de la Venezuela de finales del siglo XX es una gigantesca y descarada mentira, pues las dos cámaras legislativas de ese tiempo no eran más que un crisol de los intereses de los grupos económicos y de los partidos que fungían como sus operadores políticos. Un lugar para los fuegos fatuos de debates que ya las cúpulas habían arreglado a trastiendas. Un antro de corruptos con alguna gente honorable tratando de lograr algún objetivo a favor del pueblo, chapoteando en esa ciénaga.

Pero, más allá de esa retrospectiva ya remota, ¿qué tal si analizamos cómo se ha desnaturalizado el Poder Legislativo a partir del cambio constitucional de 1999? Vemos esto con detenimiento.

La primera Asamblea Nacional electa en 2000 fue muy representativa de la realidad política de ese tiempo: mayoría del chavismo y representación plural de las otras organizaciones políticas, entre ellas los viejos partidos desplazados (Acción Democrática y Copei) y las fuerzas emergentes de la derecha. Podríamos decir que la institucionalidad estaba funcionando, incluso para el gusto de los que soñaban con la restauración de la democracia representativa.

Sin embargo, en abril de 2002, con menos de dos años de trabajo del Legislativo, casi toda la oposición (no solo la ultraderecha, esto debe constar en acta) derrocó al gobierno y desconoció al Parlamento, alegando que era ilegítimo.

El decreto del dictador Pedro Carmona Estanga borró de un plumazo no solo al Ejecutivo, sino también al Poder Legislativo, pero antes de hacerlo ya había pisoteado la institucionalidad de esta rama del Estado porque su designación como supuesto presidente encargado ignoró los lineamientos constitucionales al respecto, en los que la AN debió tener un papel protagónico. Incluso si el presidente y el vicepresidente ejecutivo de la República hubiesen renunciado en esas horas (lo que no pasó), habría correspondido a la AN resolver el vacío de poder.

Este puede catalogarse como el pecado original de la oposición en materia de desinstitucionalización del país en general y del Poder Legislativo en particular. Pero la historia apenas estaba empezando. En las elecciones parlamentarias de 2005, a los cabecillas de la oposición se les ocurrió la genial idea de llamar a la abstención, boicotear el proceso con el fin de deslegitimar a la nueva AN y, con ello, al gobierno del comandante Hugo Chávez. En una palabra, pretendieron quitarle su institucionalidad al Poder Legislativo y fracasaron en el intento, generando un Parlamento que, al menos en sus inicios fue monopartidista, aunque después unos cuantos diputados saltaron la talanquera y nació una pequeña fracción de renegados.

[No es el tema de este artículo, pero unos años después, Henry Ramos Allup declaró que los partidos políticos estuvieron en la onda de participar hasta pocos días antes de esas elecciones, pero los dueños de medios de comunicación, que por entonces eran los capos de la oposición, les impusieron la línea de boicot. Lo dijo él, que es concuñado de Eladio Lárez, uno de los corifeos de RCTV].

Durante esos cinco años, la legislación producida por la AN roja y las designaciones de funcionarias y funcionarios resultó —“¡obvio!”, diría cualquier joven— favorable al chavismo. ¿De qué otro modo podía ser si la oposición perdió por forfeit? Entonces, cabe preguntarse si esa deformación de la función política de esta institución fue generada por decisiones dictatoriales de Chávez y su partido o fue un derivado de los extravíos de una oposición errática y teledirigida.

La mejor prueba de que la oposición fue culpable de esa desnaturalización de la AN fueron los resultados de las elecciones parlamentarias de 2010, en la que las fuerzas contrarias al gobierno recapacitaron y obtuvieron una destacada cantidad de escaños. No puede negarse que la legislatura de 2011-2016 fue mucho más equilibrada que la precedente (y que la siguiente, como se verá luego). Para el gusto de los que ahora se autodenominan institucionalistas, cumplió sus funciones porque se pareció un poco más al viejo Congreso del puntofijsmo.

Y así llegamos a 2016, año a partir del cual, una AN con aplastante mayoría opositora hizo todo lo que se le ocurrió, menos defender la institucionalidad que le fue otorgada por el voto popular. Llegó Ramos Allup con su cuento de que sacaría del poder al presidente Nicolás Maduro en seis meses; luego, asumió la jefatura el pisapasito Julio Borges, quien desplegó el sabotaje de todas las iniciativas gubernamentales, lo que obligó al Tribunal Supremo de Justicia, a través de su Sala Constitucional, a transformarse en recurrente juez de desgastantes disputas entre poderes. Y, para completar la faena, vino el tiempo de Juan Guaidó, en el que la institucionalidad fue ultrajada a más no poder: el presidente de la AN se autojuramentó presidente de la República en una plaza; propició una “invasión humanitaria” que casi deriva en guerra (la Batalla de los Puentes); fue cómplice de ataques al sistema eléctrico; intentó un golpe de Estado (el de los Plátanos verdes); se apoderó de bienes, empresas, activos y oro de la nación en otros países; y contrató a una empresa de mercenarios estadounidenses para invadir el país y que lo instalaran a él en Miraflores. Todo ello, según declaraciones de los líderes “democráticos”, para restablecer la institucionalidad…

Entre las muchas operaciones arbitrarias y fraudulentas cometidas por la AN 2015, quizá la más grave de todas haya sido la aprobación de algo llamado Estatuto para la Transición, un adefesio “jurídico” (con mil perdones para los juristas decentes) que derogaba la Constitución Nacional Bolivariana y todo el tinglado legal vigente, una especie de Carmonazo repotenciado.

[Para que quede claro que la oposición “moderada” también participó en este tipo de tropelías, ha de saberse que el fulano estatuto fue obra de Omar Barboza, veteranos parlamentarios de la IV República, cuando era adeco, y dirigente de Un Nuevo Tiempo (el partido de Manuel Rosales), quien había pasado agachado como el único presidente no confrontacional de la AN en ese período (lo fue en 2017). Según el exdiputado de esa legislatura (opositor, entonces) José Antonio España, Barboza admitía que el estatuto era un bodrio inconstitucional, pero alegaba que la única manera de restablecer la vigencia de la Carta Magna era violándola. Calcule usted la vocación institucionalista de esta gente].

Pero, sigamos con el Parlamento. En 2020, tal como lo establece la Constitución (guía de la institucionalidad), hubo elecciones para el período legislativo 2021-2026. Una parte de la oposición, cansada o arrepentida de tantos disparates, se presentó a dicha contienda electoral. Algunos de esos aspirantes fueron electos y hoy son diputados y diputadas. Pero, un segmento importante de la oposición, la runfla encabezada por la ultraderecha y dirigida por los procónsules estadounidenses, nuevamente llamó a la abstención. Como si no hubiesen aprendido nada del fracaso de 2005 ni de los éxitos de 2010 y 2015.

No conformes con desconocer a la institución nacida del voto popular y de calumniar, difamar e injuriar a sus compañeros antichavistas que sí participaron, estos personajes hicieron algo que ha de anotarse en el listado de las acciones más contrarias a la institucionalidad republicana que alguien haya podido imaginar: autoproclamar (otra vez) a la AN electa en 2015 como la autoridad parlamentaria vigente sin límite de tiempo, un ardid del que —hay que decirlo— no todos los exdiputados fueron partícipes. La supuesta “AN legítima” ha seguido existiendo en el mundo paralelo de la ultraderecha durante el período legislativo de la verdadera AN, que ya está en su cuarto año. La última “rejuramentación” se hizo sin quorum, por Zoom y con la “presidenta” (una señora llamada Dinorah Figuera) en España.

En este punto vale la pena preguntar si la gente que hizo todas estas barrabasadas tiene algún atisbo de autoridad moral para ofrecer la reinstitucionalización del Poder Legislativo venezolano.

[En la siguiente entrega de esta serie, se analizará quién ha desinstitucionalizado el Poder Electoral y, sobre todo, la ruta del voto en estos años].

 

Traducción »