Gustavo Villasmil Prieto: Shlomo

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1992. Era maravilloso contemplar la puesta del sol sobre el mar frente a Tel Aviv en las tardes de jueves.

La ciudad afanada iba adquiriendo poco a poco un ambiente progresivamente más distendido mientras se iban llenando bares y cafés a todo lo largo de la avenida de Hayarkon con turistas y estudiantes bullangueros degustando una jarra de cerveza Macabee en medio de conversaciones que discurrían en cuatro o cinco idiomas. Becario del MASHAV – la cooperación internacional del Estado de Israel- se me asignó como “visiting fellow” al magnifico Beillinson Medical Center de Petah- Tikhva, hospital cuya tradición data de los tiempos del protectorado británico.

Entregado a mi programa de entrenamiento, trabajaba con toda la intensidad de la que era yo capaz, metido de lleno en lo que me rodeaba y tomando nota cuidadosa de todo, siempre con la mirada puesta en un regreso a casa que se me antojaba auspicioso.

Cada jueves por la tarde me homenajeaban con un merecido “break” en el que volver un poco más temprano a la residencia y dejarme ver por alguno de aquellos sitios eran el premio a una semana entera “fajado” para nunca desentonar en los “ward rounds” del hospital de los que participan estudiantes postgraduados de más de veinte países.

Mi destino final era la calle de Dizengoff, desde donde caminaba sin prisa hasta la de Ben Yehuda, ya cercana mi casa. En aquella calle, peatonalizada desde los años 80, se alojaba a toda una plétora de pequeños comerciantes y hosteleros que configuraban una atmosfera llena de música, de colores y de risas que en nada hacían pensar en las penurias vividas por Eliezer Ben-Yehuda, el gran lexicógrafo de trajo de vuelta a la modernidad, tras siglos de pogromos y de diásporas, al idioma hebreo.

En mi memoria revisito a aquellas dos hermanas gemelas idénticas que regentaban una pequeña florería, justo al lado de la lavandería de unos emigrados ucranianos en cuyos bancos de espera y vistiendo calzoncillos, nos leíamos de cabo a rabo el “Jerusalem Post” y el “Aurora” en español, mientras lavábamos la ropa aprovechando al máximo cada carga de lavadora.

Más allá, llegando a la calle de Frishman, una pareja de drusos atendía su pequeño restaurant de comida rápida alrededor de cuyo televisor se reunían de pie los comensales para enterarse de las vicisitudes dobladas al hebreo de Cristal (Jeanette Rodríguez) y Luis Alfredo (Carlos Mata) bajo el látigo de Victoria Ascanio (Lupita Ferrer). Era inexcusable para el estudiante venezolano no adelantarle algo de la trama a la audiencia, por lo que en cada llamada a casa me tocaba pedir luces al respecto a mi mamá para no decepcionarlos.

Pero más que en mi memoria, es en mi corazón donde guardo el recuerdo de Shlomo, el propietario de la pequeña librería de saldos en cuya vitrina se exhibían delicadas obras de arte judaico cuyo significado se ocupaba de explicar en detalle a cada comprador. Era un viejecito de rostro amable y expresión de rabino. Vestía de manera muy sencilla y siempre llevaba puesto su “kippa”. De pequeños ojos azules, era capaz de entenderse con sus clientes en inglés, francés, alemán y ruso, además de hebreo.

La primera vez que lo visité fue buscando alguna edición reciente del Harrison´s de Medicina Interna: “no suelen pedirme libros de medicina”, me dijo, “pero vuelva el jueves. Creo que puedo conseguirle alguno”. En efecto, una semana más tarde, Shlomo tuvo para mí una edición del año, en inglés, del magnífico tratado de Cecil y Loeb que me habría de acompañar todo aquel tiempo y que todavía conservo.

La cultura bibliográfica de Shlomo era inmensa. Conocía a la generación española del 98– a Unamuno, Azorín y Valle-Inclán – a los modernistas de Hispanoamérica – a Darío, y a Nervo -, a los poetas de la vanguardia – Huidobro – y a los autores del “boom” de los 60. No tardó en surgir la amistad entre aquel anciano sabio y el muchacho de “Darom Amerika” – Sudámerica en hebreo- que fue como primero me llamaron. Shlomo se esforzaba en atenderme en un español bastante bueno, salpicado de arcaísmos y de voces del antiquísimo ladino. Enterado de que yo era venezolano, una tarde me esperó con viejos recortes de prensa de cuando Golda Meir vino a Venezuela entrando por Maracaibo.

2024. La vista al mar en Tel Aviv es ahora muy otra. El cielo se ha llenado de cohetes, contándose por miles los que caen apenas en una noche. Los cafés se vaciaron y los muchachos han sido llamados a filas. El mismo odio de siglos se siente ahora envalentonado ante un Occidente débil y emasculado que abandonó la defensa de sus valores más esenciales. “Desde el río hasta el mar” es la consigna ahora. Arrasar Israel, así les tome ir matando inocentes casa por casa, como el fatídico 7 de octubre de 2023.

No hay guerra buena ni santa, como la promueven los propiciadores del crimen de kibutz Nir Oz. Por eso es necesario que a los niñatos estadounidenses de la “Ivy League”, que no han visto más que los “fire works” del 4 de julio, lo mismo que a los líderes de la izquierda “woke” del mundo, se les recuerde muy bien quién inició esta. Como será necesario recordárselo también a Pedro Sánchez, 20 años después del bombazo yihadista de Atocha que dejó 192 muertos y más de 2000 heridos entre estudiantes y obreros vecinos de los pueblos a lo largo del Henares que la fatídica mañana del 11 de marzo de 2004 abordaron el conocido tren de cercanías rumbo no a Madrid como todos los días, sino a la muerte.

¿Qué habrá sido de las gemelas de la florería y de aquellos amables drusos fanáticos de las telenovelas venezolanas? ¿Dónde habrán quedado los ucranianos de la lavandería, que nos tenían guardada siempre la edición del día del “Aurora”? Y mi amigo Shlomo, el librero sabio, ¿dónde estará hoy? Fui a despedirme de él cuando culminó mi programa y puso en mis manos un ejemplar de la edición original de 1941 de “Trial and error”, la autobiografía del gran Chaim Weizmann, primer presidente del Estado de Israel, rehusándose a que se lo pagara. “Diga Ud. a todos en tu tierra que, aquí en Israel, cuando tocó nombrar a un presidente elegimos a un científico”.

Occidente todo está fundado en la moral judeocristiana. Sin el Decálogo, nuestra civilización no existiría y apenas seríamos un califato miserable o una tundra llena de siervos sin derechos ni porvenir. En pocos días, mientras en Paris estén jugando a la pelotica en los Olímpicos y en Nueva York algún rubio orador universitario conjugue su mejor discurso en clave antisemita envuelto en la “kefiyeh” ahora convenientemente puesta de moda, un anónimo centinela del Shajal montará guardia desde su garita en resguardo del legítimo derecho de Israel a existir y -de paso- en defensa de los valores que hacen la diferencia – siguiendo a Niall Ferguson- entre el Occidente que somos
(“the west”) y ese “resto” del mundo (“the rest”) que no lo es.

Referencia: Ferguson N. Civilization: The West and the Rest. Penguin; 2012 .

Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda –  @Gvillasmil99

 

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