Rafael Fauquié: Lo esencial

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En su libro El hombre rebelde, Camus nos dice que todo ser humano está obligado a ser rebelde a su manera. Obligado a elegir una personal “rebeldía” a la hora de enfrentar la realidad. Eso sí, la noción de rebeldía estará siempre relacionada con la de límite. Doble noción de límite: de un lado, algo que separa y define; del otro, signo de un final, de una línea última tras la cual aguarda lo impensable o lo indebido. Para Camus el límite de la rebeldía es la ética. Mucho más que una teoría de las obligaciones y los deberes, la ética es una voluntad de ser y de hacer, de actuar dignamente y en contra de cuanto pudiera debilitarnos, doblegarnos o desvanecernos.

El rebelde -dice Camus- exige la libertad para sí mismo; una libertad que lo alimenta individualmente; y, a la vez, lo obliga a permanecer consciente de su condición social, de su obligada solidaridad con quienes comparte espacio y tiempo. La rebeldía fuerza al ser humano a no aceptar ningún tipo de opresión ni para él ni para otros. Señala para el rebelde la urgencia de actuar siempre en nombre de un valor, de un sentido, de una meta. Es conciencia orientadora hacia determinadas elecciones de vida.

Definido como existencialista, Camus fue, sobre todo, un escritor empeñado en descubrir respuestas humanas para lo que él definía como una “ética de la acción”; algo vinculado, mucho más que a la descripción del absurdo, a la convicción de una natural y esencial dignidad de lo humano. Un propósito que entendemos mejor al acercarnos a la que fuera su última -y póstuma- novela: El primer hombre.

Publicada en el año 1994, el manuscrito de El primer hombre fue hallado en el automóvil en el que Camus perdió la vida en un accidente el 4 de enero de 1960. Es una novela autobiográfica construida, principalmente, sobre recuerdos de infancia del propio Camus. Su protagonista, Jacques Cormery -alter ego de Camus- es, al igual que él, huérfano de padre. Vive en uno de los barrios más pobres de Argel –“en una pobreza desnuda como la muerte”-, junto a su madre analfabeta y casi sorda, una abuela tiránica, un tío y un hermano. En ese ambiente el niño va formándose, obligado a “crecer solo, en fuerza, en potencia, encontrar solo su moral y su verdad…”

Todo en El primer hombre, se refiere a lo mismo: la vida como el permanente aprendizaje de la propia identidad, como el reconocimiento de una superación individual identificada con la educación. Así, el “primer hombre”, ese niño protagonista de la novela, es, gracias a la educación, capaz de superarse a sí mismo en medio de la adversidad; precozmente capaz de abrir los ojos ante lo realmente importante, lo vitalmente necesario.

Es muy frecuente, en nuestros días, una excesiva valoración de la precocidad. Sin embargo, ella frecuentemente paga el precio de mucha inseguridad impregnada de autosuficiencia. Desconoce la importancia de haber vivido y de haber aprendido a escoger y a valorar. Crecer, avanzar, madurar significa aprender que nuestras perspectivas se van reduciendo; que nuestras metas nos limitan al interior de ciertas elecciones. Elegir es construirnos y, a la vez, limitarnos. Elegir algo significa renunciar a algo. Nos limitamos al elegir; pero esa limitación es, también, nuestra fuerza. Nos fortalecemos dentro de linderos trazados por nuestras decisiones.

Lo normal es que la vida nos vaya mostrando poco a poco caminos necesarios, descubrir lentamente el significado de ciertas cosas. Es muy frecuente escuchar, a quienes, acompañados por su memoria, miran hacia atrás y terminan por concluir: “Si volviera a vivir…”, y finalizan la frase de muy predecible manera: “haría muchísimas menos tonterías”. Algo que podría traducirse como: “si volviese a vivir trataría de no apartarme de lo esencial; de organizarme alrededor de significados verdaderos, de valorar lo que era digno de ser valorado”. La respuesta de la madurez a tantas tonterías cometidas en el camino es el rechazo a la inexperiencia, el arrepentimiento ante errores que no repetiríamos. Sin embargo, en ciertos casos, la precocidad puede significar una temprana sabiduría nacida en el prematuro reconocimiento de lo realmente importante, de lo verdaderamente esencial. Digo esto y no puedo dejar de evocar el que acaso sea el más conocido ejemplo del tema de la sabiduría infantil. Me refiero a El principito de Antoine de Saint-Exupéry, ese libro donde generaciones de seres humanos han descubierto preguntas y respuestas relacionadas con la principal convicción del libro: “lo esencial es invisible para los ojos”…

¿Qué es, exactamente, lo esencial? Por sobre cualquier otra cosa, esenciales son el autoconocimiento, la autenticidad, la búsqueda y el reconocimiento de la impostergable felicidad. Es esencial la libertad individual como única manera de existir. Es esencial el respeto a la humanidad de cada individuo por sobre toda contingencia ideológica. Es esencial la libertad garantizada en la igualdad de derechos y en una justicia aplicable a todos por igual. Es esencial la necesaria relación entre el bien propio de cada quien y el bien común. Es esencial el aprendizaje y el cumplimiento de nuestra responsabilidad social. Es esencial la convivencia fundamentada en la solidaridad. Es esencial nuestra voluntad por construirnos un destino junto a quienes cercanamente nos rodean. Y, por supuesto, siempre serán esenciales todas las versiones de la esperanza.

Esperanza: imposible renunciar a ella. Es impulso, orientación, apoyo; también respuesta, reconciliación con la realidad. La esperanza nos permite creer y nos impulsa a querer. Es inspiración necesaria. Nos pertenece en la medida en que sepamos alimentarla. Junto a ella dibujamos propósitos. Tiene que ver con legitimación de intenciones. Solo es posible en la acción. Carece de sentido en la vaga ilusión o en la pasiva espera. La esperanza nos aleja del pesimismo y nos permite conjurar escepticismos o desconciertos. En cualquier propósito humano, en todo esfuerzo al que nos entreguemos apasionadamente, debería existir la compañía de la esperanza; sentimiento que nos diga que nuestra labor está destinada a trascender, que nuestros esfuerzos serán recompensados y que la expectativa de esa recompensa los justifica.

 

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