Quien se para a llorar, quien se lamenta contra la piedra hostil del desaliento, quien se pone a otra cosa que no sea el combate, no será un vencedor, será un vencido lento. Miguel Hernández
¿Qué le pasa al venezolano que prefiere marcharse de su patria? La pregunta me la hago a pesar de haber cientos de veces escuchado una respuesta. Ya esto no es Venezuela, resumo. Aquel país alojado en mis recuerdos se torna como un espejismo evanescente. Los que conocían al país, “ex ante” Chávez y su sórdida y ominosa revolución, así o poco mas o menos, de esa manera se manifiestan.
Empero; quienes parecen convencidos que cualquier aventura por peligrosa y tal vez ingrata, es preferible a quedarse y conformarse con lo que hay, son los jóvenes. No es entonces, nostalgia de lo que fue y ya no es, es mas bien la convicción de que algo distinto y mejor, por acá no será. No parece una rebeldía cualquiera; exuda una falencia ciudadana
“Lasciati ogni speranza” en el terruño, se podría decir, pero, no para el que entra en el incierto tiempo de un caminar en el Darién sino, para aquel que asume que permanecer es como vivir muriendo, agonía del alma, renunciar al día de mañana porque será otra vez como hoy.
Para nuestros muchachos, hay prisa por vivir, pero, luchar, cuando pulula la desesperanza y se ha extraviado la ilusión, no les provoca. Esa es la tragedia de los coterráneos. Escasean las voluntades necesarias para el acometimiento de la gesta y menos aún ofrecer, esa épica batalla en que nos jugamos todo y no se siente que se quiera librar. Sobre eso debemos indagar.
Antes de hacerlo, cabe agregar que los años dorados del progreso y impulso social, los proporcionó el puntofijismo. La masificación de la educación se acompañó de la movilidad social que ella implicó. Bastaba completar estudios universitarios y/o capacitación técnica para tener empleo, buena remuneración y tomar el ascensor que te elevaba a costear tu vivienda, tu vehículo, tu mejoría personal y tú la calidad de vida.
Ese salto en lo económico, social, político, institucional superó, en nuestra historia, los altísimos niveles de vulnerabilidad y de morbilidad que tuvimos suturados a nuestra piel desde siempre. Venezuela ya era receptor de migración desde los años 40 del siglo pasado y lo siguió siendo hasta casi el final de la vigésima centuria.
Las políticas sanitarias y de dotación de agua y servicios como electricidad, vialidad, construcción y comercio, aunado a políticas defectuosas a ratos, pero acertadas también, en materia de urbanismo, se tradujeron en ostensible evolución y estabilización hacia otros estadios de desarrollo. Todos los estudios estadísticos confirman lo afirmado acá.
Tal vez debió tomarse otro camino en la estrategia y política económica, el asiático con su promoción de exportaciones, pero, preferimos la sustitución de importaciones. No debimos devenir como fuimos, dispendiosos y manirrotos. Experimentamos nuestra versión del capitalismo rentístico advertido, denunciado, pero no corregido; no obstante, nadie puede seriamente negar que se produjo en las últimas cuatro décadas de ese siglo que albergó las guerras más mortíferas de la historia, un hito en Venezuela, en cuanto a la dignificación de la persona humana y en su ciudadanización.
Nunca se dijo que no había pobreza y descomposición hacia el final de ese período republicano, por cierto, a mi juicio, el único de nuestro suceder como nación; sin embargo, la libertad, la democracia y el estado constitucional se obtuvo y disfrutó, como jamás en nuestra historia.
Fuimos protagonistas de una gesta petrolera que nos comparaba con los consagrados del primer mundo. Transitamos, aunque con accidentes innegables, un tiempo de paz y seguridad social. Construimos un sistema político referente en el mundo y loado en la academia inclusive.
Empero; la historia universal está llena de ciclos, entendiendo por ellos, cambios en la dinámica de producción y consumo, en el quehacer político, en la cultura, en la deontología del ser humano y en la perspectiva como nos asumimos y ponderamos nuestros mecanismos de comunicación y poder. Ese ciclo genuinamente republicano se agotó, en mala hora y una maldición nos azota desde entonces.
Sobrevino el cataclismo. Sobre estos patéticos años de fracaso y engaño podría abundar, pero, decirle a usted caro y gentil lector lo que ya sabe, pero que tal vez no todos asumen, pareciera redundante y hasta pueril. Repitamos la pregunta que todos nos hemos hecho o deberíamos habernos hecho, al menos, digo.
¿Es que no somos testigos de la tortura, la desfiguración y el asesinato de esa nuestra patria Venezuela? ¿Qué otra maldad falta por hacerle al sentimiento, al arraigo, al amor que merece este país, al extremo que, nuestros hijos huyen en incontenible y arriesgada estampida y no podemos convencerlos de no hacerlo porque nosotros también dudamos de si vale la pena aún resistirse a una maniobra en curso para que nada cambie y todo siga igual? ¿Maduro y la kakistocracia cívico militar hasta el 2030?
Dirijo mi dolorosa meditación desde el evangelio del domingo pasado en la homilía del sacerdote, oyendo la misa allá en manzanares. La transfiguración del señor, ante Pedro, Santiago y Juan, con Moisés y Elías y la voz del Dios padre, pero, como otras tantas veces, después de subir fatigosamente a la cima de la montaña.
Vegetar, transcurrir sin afán de consecuencia, vivir sin existir o banalizar completamente nuestra dignidad al prescindir de la genuina libertad que solo es posible en el protagonismo de nuestros desafíos, abandonarse resignarse, devolverse al llegar al pie de la montaña es cruel y sobre todo, respirar pasivos, bucólicos aires fatuos y, llamar a eso sobrevivir es la irrefragable e impajaritable evidencia de la miseria espiritual que nos cubrió; es rendirse, renunciar a ser, querer, amar, desear, soñar y realizarnos.
¿El refugio del absurdo se interrogaría Camus? ¿Retar lo que luce insuperable puede espiritual y racionalmente justificarse? ¿Llevar la piedra, montaña arriba, sudorosa, penosa, ardiente, inútilmente porque caerá antes de coronar la empresa y ocurrirá y ha ocurrido desde siempre es el castigo, pero, dejar de intentarlo tiene acaso más sentido?
El miedo nos ha fagocitado. Encarar la amenaza, el cinismo, la impunidad nos sugiere una suerte de suicidio. Nos rodean, nos tienen, nos inmovilizan como con una camisa de fuerza y los venezolanos estamos en ese punto en que el temor nos disuade de hacer lo que hay que hacer o peor también consiste, en jugarse en otro tablero la vida que a todo evento es mas peligroso, pero, para algunos es más rápido el desenlace.
Lo que resalta es que la nación venezolana tiene en su miedo, una razón que guía y compromete su ejercicio ciudadano. Lamentable pero interesante. Hay que reflexionar más sobre esa verdad y ese absurdo también diría Camus.
En un fragmento del ensayo de Albert Camus, titulado, El mito del Sísifo, quizá encontremos, mejor digamos, haremos un hallazgo de los varios que nos proporciona el argelino, de madre española y padre francés, siempre de insoportable brillo intelectual y acaso todavía más, un paradigma de ética existencial. Le transcribo y perdónenme si me extendí hoy demasiado.
Nunca vi morir a nadie por el argumento ontológico. Galileo, que defendía una verdad científica importante, abjuró de ella con la mayor facilidad del mundo, cuando puso su vida en peligro. En cierto sentido, hizo bien. Aquella verdad no valía la hoguera. Es profundamente indiferente saber cuál gira alrededor del otro, si la tierra o el sol. Para decirlo todo, es una cuestión baladí. En cambio, veo que muchas personas mueren porque estiman que la vida no vale la pena de vivirla. Veo a otras que, paradójicamente, se hacen matar por las ideas o las ilusiones que les dan una razón para vivir (lo que se llama una razón para vivir es, al mismo tiempo, una excelente razón para morir). Opino, en consecuencia, que el sentido de la vida es la pregunta más apremiante. ¿Cómo contestarla? Con respecto a todos los problemas esenciales, y considero como tales a los que ponen en peligro la vida o los que decuplican el ansia de vivir, no hay probablemente sino dos métodos de pensamiento: el de, Pero Grullo y el de Don Quijote. El equilibrio de evidencia y lirismo es lo único que puede permitirnos llegar al mismo tiempo a la emoción y a la claridad. Se concibe que, en un tema a la vez tan humilde y cargado de patetismo, la dialéctica sabia y clásica deba ceder el lugar, por lo tanto, a una actitud espiritual más modesta que procede a la vez del buen sentido y de la simpatía.
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