Jorge Puigbó: El Estado como garante

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El Estado no está para complacer, mimar o favorecer a quien se le antoje: está para hacer cumplir las leyes y defender los derechos fundamentales de los ciudadanos, reprimir el delito, asegurar la igualdad frente a la Justicia, entre otros…

Desde el comienzo de los tiempos, el liderazgo entre los hombres se tradujo en dominio y conducción, en tratar de balancear la ecuación individuo y colectividad; inicialmente, como era lógico, predominaba el uso de la fuerza bruta, pero con el tiempo, comenzaron a sumarse elementos de coacción que atañían a la manipulación y represión de las conductas de una forma más sutil, por medio de la exacerbación de los miedos. Se intelectualizó la aprehensión de las personas a lo desconocido y apareció un nuevo poder que se ejercería sobre los individuos: la magia, las religiones, sumándose en un convenio explícito al poder de la fuerza de las armas y dándole otra dimensión al desarrollo humano, al incorporar normas de carácter ético y de cumplimiento obligatorio por la comunidad. Paralelamente y de una importancia no menor, a través de cientos de años, el elemento educación nunca dejó de tener influencia determinante en el modelaje de las conductas sociales: los hombres comprendieron que tenían que ponerse de acuerdo e inventaron el Estado y la Democracia.

Mucho hablamos sobre el Estado casi todos los días. Es un concepto muy antiguo y a pesar de ello generalmente se confunde con otros, especialmente con el de Gobierno, por tanto debemos señalar que, por su naturaleza y concepción, el primero de los nombrados tiende a ser permanente, perpetuo, por ser una entidad jurídica y política que impone su poder sobre un determinado territorio y su población, ejerce la soberanía frente a otros, a la vez que administra la cosa pública, los recursos del país y la organización social, a tal fin tiene otorgada la autoridad suficiente para imponer el orden interno, preservando el contrato social. La coerción que puede ejercer el Estado sobre su población utilizando la fuerza legitimada por las leyes, es un elemento constitutivo del ente. El segundo, el gobierno, es todo lo contrario: debe cambiar cada cierto tiempo y producirse la renovación de las personas que lo ejercen, es por tanto temporal en su esencia, simplemente podemos describirlo como el Estado organizado, es una parte de él, y quien administra sus poderes, que clásicamente son el Legislativo, el Judicial y el Ejecutivo. Estos poderes -en teoría- deberían ser independientes y equilibrarse mutuamente, constituciones como la nuestra agregan otros poderes como son el Ciudadano y el Electoral. Es la burocracia necesaria que permite el ejercicio de los poderes políticos y la cual pudiere convertirse, según señaló muy sabiamente Max Weber, en instrumento de dominación, tal y como se está viendo en el mundo de hoy.

El Contrato Social fue una obra desarrollada en el siglo XVIII por Jean-Jacques Rousseau que contiene la teoría según la cual los ciudadanos se adhieren a un contrato simbólico cuando viven integrados bajo la tutela de un Estado. Este planteamiento es determinante para la legalidad y si bien existen diferencias en los conceptos que lo rodean y le dan base, lo importante son sus resultados y no tanto su desarrollo en el marco teórico, sino en la búsqueda del equilibrio de poderes, en la forma de atarle las manos al Estado con ínfulas absolutistas. En este proceso solo mencionaremos que mucho antes de Rousseau, filósofos de la talla de los ingleses Thomas Hobbes y John Locke ya se habían planteado la misma interrogante: el paso del ser humano, desde un estado supuestamente natural y donde gozaba de libertad absoluta, a la aceptación de compartir su existencia con otros, dentro de una sociedad regulada, en la cual se establecen límites para el ejercicio de su libertad.

La cuestión interesante desde nuestro punto de vista, y estando de acuerdo con la existencia de obligaciones sociales, aceptadas y asumidas por todos y que condicionan la conducta de los conciudadanos, es la convicción de que para que se dé la existencia de un Estado, previa y necesariamente, debe producirse una cesión de derechos individuales que se sometan al arbitrio del nuevo ente creado. Es en éste punto donde hay que hacer hincapié: el uso de esta cesión no puede ser indiscriminado, como lo planteaba Hobbes, solo para justificar las monarquías de la época y que luego Locke matizaría asegurando que los derechos de los particulares se transfieren, no a un tercero, sino a la colectividad en su conjunto, como resultado del pacto social para garantizar la protección de los derechos fundamentales de los particulares. El Gobierno vendría a constituirse en una especie de administrador de los derechos y en ningún caso podría disponer de ellos. Incipiente, estos autores, asomaban el principio de Legalidad y de la división de poderes al plantearse que el Monarca debe estar sometido a las leyes, si no lo hace y perjudica la libertad y propiedad de los gobernados, éstos tendrían el derecho a sublevarse, la insurgencia se conserva en la casi totalidad de las constituciones democráticas.

Ahora bien, en un estado moderno y democrático, el breve repaso histórico es importante para entender que la deformación y la corrupción del organismo rector de nuestros derechos puede conducir al menoscabo de los mismos, de nuestra libertad y propiedad. Esto pareciera una tendencia, una inclinación indudable demostrable por la actual proliferación de regímenes autoritarios y dictaduras. Los derechos fundamentales del ser humano no pueden difuminarse, ni pretender su desaparición frente al Estado y el respeto y acatamiento a las decisiones de la mayoría tiene que seguir siendo un pilar fundamental para el soporte de la sociedad y el alejamiento del caos social. Tratar de imponer los deseos de una minoría como pretenden algunos, sin respetar los derechos de los demás, conduce indefectiblemente al desmoronamiento de la sociedad.

El Estado no está para complacer, mimar o favorecer a quien se le antoje: está para hacer cumplir las leyes y defender los derechos fundamentales de los ciudadanos, reprimir el delito, asegurar la igualdad frente a la Justicia, entre otros. “El declive de la democracia no es inevitable, pero tampoco la supervivencia de la democracia es inevitable. Depende de las decisiones que tomemos. Anne Applebaum.

 

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