Ovidio Pérez Morales: De habitante a ciudadano

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Cuando emprendemos una reflexión conviene a veces recordar el sentido de términos cuyo contenido parece obvio, ya que pueden manifestarse reveladores.

El Diccionario de la Real Academia nos dice sobre habitante: “Cada una de las personas que constituyen la población de un barrio, ciudad, provincia o nación”. Y con respecto a ciudadano: “El habitante de las ciudades antiguas o de Estados modernos como sujeto de derechos políticos y que interviene, ejercitándolos, en el gobierno del país”.

El ser habitante constituye, por tanto, simplemente un hecho; pero la condición de ciudadano plantea un compromiso. La conclusión suena evidente: un Estado democrático no resulta de la pura suma de habitantes, sino que es fruto de un propósito compartido, de convicciones y decisiones personales.

Cuando uno “ve” la situación de Venezuela, percibe que la profunda crisis no ha sido fruto de la fatalidad, sino de deberes no asumidos y derechos no ejercidos. Si la Atlántida desapareció por un cataclismo, la Venezuela democrática vivible no se ha desarticulado por tsunamis o cosas por el estilo; muchos pecados de acción y omisión se acumularon y siguen dañando. Más de una vez hemos lamentado la desaparición en la escuela de una materia que se llamaba Moral y Cívica y más recientemente de otra denominada Educación Religiosa Escolar (Programa ERE). Los partidos democráticos descuidaron la formación de cuadros y en la Iglesia no se puso la atención debida a una formación generalizada en su Doctrina Social. Se olvidó de que una convivencia democrática es como una planta viva, que es preciso regar, abonar, podar, para que se mantenga y desarrolle. En los noventa hasta se llegó a jugar con ella, quitando y poniendo alegremente presidentes y candidatos.

La realidad política nacional aparece como una ensalada de constitucionalidad e inconstitucionalidad, legalidad e ilegalidad,  legitimidad e ilegitimidad, que ha llevado a esquizofrenias en la intelección y manejo de la res publica. Se dan confusiones e indeterminaciones, que se reflejan en diálogos sin marco preciso y fundamento firme. Por otra parte, presupuestos ideológicos como el priorizar la Revolución y lemas como “Patria, socialismo o muerte”, han venido a mitificar, pervirtiendo, lo contingente.

En mi reciente pequeño libro sobre Doctrina Social de la Iglesia he reproducido en anexos la Declaración Universal de los Derechos Humanos del 48, así como el Preámbulo y los Principios Fundamentales de la tan cacareada y zarandeada Constitución de la República Bolivariana de Venezuela. Dos personajes notables pero desconocidos de la tragedia nacional, a los cuales es preciso poner en escena. Nadie ama y exige, en efecto, lo que no conoce. Y los regímenes autoritarios, dictatoriales y de corte parecido como el socialismo del siglo XXI, propician la ignorancia en este campo ético-político para que opresión marche sobre ruedas.

Se habla grandilocuentemente de participación, protagonismo y cosas por el estilo, pero el conocimiento y la praxis en este campo es paupérrima, por decir poco. Por ello la gente suele considerar como regalo lo que es simple derecho; y como de poca monta o no imperativo lo referente a deberes.

Hay una frase estupenda: al “hay que”, debo cambiarlo por el “tengo que” y entrar en acción para poder decir “estoy en”. Esperamos cómodamente que (líderes, gobernantes…otros) nos cambien el país. Nos contentamos con ver pasar trenes, sin montarnos en ellos y buscar conducirlos (en lo poco o mucho que podamos hacer). “No somos suizos” es frase corriente, que trata de encubrir nuestras fallas y omisiones culpables.

¿Cuántos habitantes tiene Venezuela? ¿Con cuántos ciudadanos cuenta Venezuela? Regímenes como el opresor actual no son fruto de la fatalidad, la mala suerte o cosas por el estilo. Son producto de quienes nos consideramos ciudadanos y no ejercemos esta profesión. Nos contentamos simplemente con habitar el país -sin cuidar, por cierto, de su hábitat-.

Ciudadano es el que entiende la ciudad, polis, como cosa propia. En este sentido ser verdadero ciudadano es ser auténticamente político. Y para ello es preciso formarse. Y actuar. Asociándose en algún grupo o partido político, o no; en funciones del Estado o no. Pero siempre como participante y protagonista.

 

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