Ibsen Martínez: Tres strikes en cuarentena

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The Natural es la historia de un serpentinero grandeliga, novato y superdotado, a quien una antigua amante resentida decide lisiar pegándole un tiro en el brazo de lanzar.

Hecha por allá en 1969, el año de los incontenibles Mets de Nueva York, su lectura hizo mi debilidad por ese subgénero de la literatura estadounidense: la novela de asunto beisbolero.

El autor es Bernard Malamud quien ganó atención mundial cuando, en 1966, su novela El hombre de Kiev, ficción a la vez judía y rusa que transcurre en tiempos del último Zar, se alzó con el Premio Pulitzer.

Nacido en Nueva York en 1914, Malamud ocupó por algún tiempo en las antologías escolares gringas un entresuelo condescendiente, el mismo frasco etiquetado como “escritores estadounidenses judíos y de posguerra”, en que flotaron a su turno Saul Bellow, Norman Mailer y Philip Roth. Malamud es el mayor de todos, quizá no tan solo en edad.

La novela que comento se afinca en una categoría del corpus beisbolístico que, aristotélicamente, da en llamar “natural” al pitcher o lanzador cuyo nervio y musculatura se conjugan desde niño en ciencia infusa; en eso que Edgar Lee Masters diría que es el genio: “sabiduría y juventud”. He vuelto a encontrarla y la he releído durante la cuarentena.

Conté ya en otra columna cómo mis libros hubieron de quedarse en Caracas cuando decidí exiliarme hace ya siete años. Una pareja amiga, gente de posibles, hizo embalar la pequeña biblioteca y generosamente costearon su envío a Bogotá, adonde llegaron solo unas primeras pocas cajas, pues Maduro y sus carnales del ELN decidieron cerrar la frontera.

Pero, ¡ah!, en esas cajas vinieron tesoros como La gloria de Cuba, de Roberto González Echevarría, libro que debería ser seminal en los estudios culturales de la Cuenca del Caribe y México; El extraño caso de Sidd Finch, de George Plimpton, y la insoslayable Una novela americana¸ de Philip Roth. He entretenido varios días de encierro forzoso zambulléndome en otros dos títulos, uno de ellos el ya añejo Baseball and the Cold War (Harcourt Brace, 1977), de Howard Senzel.

Senzel, un antiguo activista antibélico, regresa a mediados de los años 70 a su ciudad natal, al norte del estado de Nueva York, sin otro proyecto que reponerse de la década anterior. La guerra de Vietnam ha terminado, Nixon ha renunciado y Senzel decide escribir sobre todo ello y comienza a frecuentar la biblioteca pública con ánimo de acopiar notas.

Pero cada visita a la hemeroteca se le va en escudriñar registros del béisbol de las ligas menores en las que juega su divisa: las Alas Rojas de Rochester. El resultado se condensa en el subtítulo de su libro sobre la Guerra Fría: “soliloquio sobre la importancia del béisbol en la vida de un serio estudioso de Marx y Engels”. Pocas crónicas he leído sobre los primeros años de la revolución cubana y la presidencia de John F. Kennedy tan vívidas y nutritivas ¡e hilarantes! como la que entrega Senzel.

Su pretexto son los Havana Sugar Kings, el equipo de béisbol propiedad de zar del azúcar, Julio Lobo, y los cuatro años de su incursión en la Liga Internacional Triple A que terminaron en 1960, cuando llegó el Comandante y mandó parar.

Completé una tríada beisbolera releyendo The Veracruz Blues , del novelista Mark Winergardner (Viking Penguin, 1996), que en castellano debería verterse como “El Blues de Veracruz” pues no trata de la ciudad sino del equipo que, en los años 40 de la liga mexicana, regentaron los legendarios hermanos Pasquel: los “Azules de Veracruz”.

Fue en 1946 cuando Jorge Pasquel y sus hermanos se animaron a pagar salarios inauditos a cambio del músculo y la destreza de peloteros americanos descontentos por el trato que les dispensó la Gran Carpa al regresar de la Segunda Guerra. Los blancos se vieron postergados ante hombres más jóvenes. Muchos peloteros excombatientes fueron descartados una vez más en razón de su raza.

En la pasada primavera pandémica se conmemoraron setenta y tres años de la temporada en que Jackie Robinson —el apodado “Destructor Negro de Georgia”— derribó la barrera del color en el béisbol más grande.

Mas lo cierto es que la liga mexicana fue la primera racialmente integrada en toda la historia del béisbol profesional de alta competencia. Sal Maglie, Vern Stephens, Danny Gardella y Max Lanier, todos ellos blancos, jugaron en aquella legendaria temporada mexicana que convocó también a lo mejor de las Ligas Negras y del Caribe ‘beisbolófono”, tal como venía haciéndolo desde varias temporadas atrás. ¡Un año antes de la hazaña de Robinson!

Weingardner hace que el protagonista-narrador de su novela, un jugador blanco, se vea obligado a compartir habitación en Ciudad de México con un descendiente de esclavos y se defina a sí mismo como “el más perdido escritor americano de la Generación Perdida”.

No andará tan perdido cuando pone su libro bajo el auspicio de un lancinante epígrafe, tomado de El Laberinto de la Soledad. Es esa frase de Octavio Paz que subraya cómo los americanos no han buscado nunca México al venir a él: “han venido al encuentro de sus obsesiones, sus entusiasmos, sus fobias, sus esperanzas y sus intereses. Y justamente, eso es lo que han hallado”.

Donde Paz dice México bien podría decir Cuba, Venezuela, Puerto Rico y, en fin, toda la América española.

 

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