Sandra Borda: ¿Cómo llegamos aquí? El rápido deterioro de la democracia a nivel global

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El deterioro de la democracia es un fenómeno de carácter global. Así como el proceso de difusión de este sistema político se tradujo en que los Estados adoptaran sus normas más o menos simultáneamente, hoy su debilitamiento también se propaga de manera alarmante a lo largo y ancho del mundo.

Esa simultaneidad, por supuesto, no es una mera coincidencia. Al contrario, gracias a la interconectividad propia de la globalización los discursos que atentan contra la democracia y sus instituciones parecen sacados todos del mismo manual. Las amenazas contra este sistema político se parecen mucho las unas a las otras y, de nuevo, el parecido no es casual.
Sandra Borda: doctora y máster en Ciencia Política, máster en Relaciones Internacionales y docente.

¿Qué explica entonces esta ‘coincidencia’ global? Por supuesto, muchas son las tesis y los argumentos que se han esgrimido para contestar esta pregunta, y mal haría en tratar de simplificar aquí la respuesta a un interrogante tan complejo. Más bien quisiera hacer énfasis en una explicación particular que, considero, sugiere caminos interesantes (aunque no fáciles) para reconstruir nuestras maltrechas democracias. El argumento de este texto, en nada novedoso por demás, es que la globalización trajo consigo una gran promesa de inclusión y que produjo grandes expectativas que terminaron siendo imposibles de cumplir. Los platos rotos de esta promesa incumplida los está pagando el régimen político y las fuerzas que lo defienden. Uno de los actores a cargo de hacer realidad la oferta de la inclusión globalizadora era el Estado, y su mecanismo fundamental para hacer realidad ese sueño, eran las normas y las instituciones democráticas. Así las cosas, el fracaso tiene nombre propio.

La promesa de la ‘aldea global’ –ese espacio en donde iba a haber lugar para todos, en donde las oportunidades se iban a multiplicar, el mundo y sus alternativas se iban a ensanchar, la economía se iba a diversificar y la ampliación de los mercados se traduciría en que todos tendríamos frente a nosotros innumerables trayectos de vida para escoger–, terminó siendo un espejismo, como era de esperarse. La promesa propia de la década de los 90 era tan exagerada, que no había posibilidad alguna de que se hiciera realidad para las mayorías. Ni la globalización, ni ningún fenómeno internacional, estaría en condiciones de cumplir con semejantes expectativas. El sueño, y a nadie debería sorprenderle esto, terminó siendo realidad sólo para unos pocos.

Justamente por esta razón, en el Reino Unido, en la coyuntura de su salida del Brexit, y en Estados Unidos, en la de la elección de Trump, el Pew Research Center encontró en una encuesta que surgió una narrativa entre los ciudadanos que sugería haber sido “arrasados” o “barridos” por las corrientes globales del cambio. En ambos casos, las corporaciones multinacionales fueron responsabilizadas por atraer mayores flujos de personas y de dinero que le pusieron gran presión al costo de vida de los ‘locales’. La presión económica y un sentido de comunidad en declive –producto del aumento de la migración, de las tasas de criminalidad y de la desigualdad– son males que se le atribuyen a la globalización y que afectan a aquellos que los mismos entrevistados por el sondeo definen como “los que se quedaron atrás”.

En un escenario de semejante descontento, era previsible que surgieran fuerzas políticas dispuestas a capitalizar electoralmente el desasosiego y la sensación de exclusión ciudadana. Pero cualquier discurso político, como es bien sabido, requiere de un enemigo responsable de la debacle y ese enemigo no puede ser etéreo, conceptual, teórico. Tiene que ser de carne y hueso, fácil de asociar con la globalización y sus efectos negativos: las clases políticas tradicionales, los políticos de siempre, se volvieron los mejores candidatos para la nueva batalla campal. Al final, fueron ellos los artífices, los constructores de un sueño destinado a desilusionar: la clase política tradicional, en complicidad con las élites económicas internacionales, pusieron a andar un mecanismo que sólo los terminaba beneficiando a ellos. El nuevo populismo ‘antiglobalización’ encontró su antítesis rápidamente y procedió a ponerse en modo destrucción. Las diferencias ‘sutiles’ acabaron importando poco: en la arremetida contra los políticos tradicionales se terminó arrasando con partidos políticos, con las reglas de la competencia electoral y con las instituciones democráticas. La confrontación se gestó en oposición a los jugadores de siempre, pero también en oposición al juego mismo.

El nuevo populismo

Frente a una economía globalizada excluyente, el Estado no logró constituirse en alternativa. Aquellos que fueron dejados atrás por las nuevas corrientes que irrumpieron en los 90, no encontraron refugio en políticas de bienestar o esfuerzos públicos de protección. El Estado se enfrentó a una contradicción de la que no pudo escapar: el comando globalizador le exigió apertura y desvanecimiento de las fronteras nacionales y el vuelco hacia afuera terminó dejándolo desprovisto de mecanismos para lidiar con aquellos que se quedaron atrás. Una parte importante de la ciudadanía permaneció en el abandono, sólo acompañada de un Estado obstaculizador, recaudador, debilitado cada vez más a la hora de prestar servicios, incapaz de preservar un tejido público frágil. En fin, un Estado muy conectado hacia afuera, pero tremendamente aislado adentro.

El nuevo populismo lo entendió y por eso su primera propuesta fue el regreso al más profundo nacionalismo económico y al más puro ‘parroquialismo’ político. Aunque ambas propuestas ya fueran imposibles, lo importante era insistir en el regreso a una esencia artificial, inmune a la contaminación de lo externo. Y el principio aplicó tanto para el manejo de la economía como para el relacionamiento con el mundo, más ampliamente entendido.

Lo interesante del nuevo populismo es que promete un mayor control de la economía por parte del Estado, pero, simultáneamente, su discurso político constantemente arremete contra las instituciones del mismo Estado por considerarlas una herramienta de la clase política tradicional para mantenerse en el poder. Por eso cuestionan resultados electorales cuando no son los ganadores, deslegitiman procesos judiciales, desvirtúan y debilitan la división de poderes y no se sienten cómodos con el estado de derecho. Y a pesar de que el giro empieza más públicamente con populismos de derecha (el de Johnson en UK y el de Trump en Estados Unidos), la verdad es que hoy el populismo no tiene apellido. Populismos de diversas procedencias ideológicas están actualmente en el negocio político de meter a la clase política tradicional, al mercado, a la globalización, a la democracia y a los derechos, en el mismo saco de boxeo y de arremeter a diario contra ellos para consolidarse electoralmente. Y están teniendo éxito en esta tarea.

No obstante es preciso subrayar un elemento importante: que el nuevo populismo haya articulado un discurso político de esta naturaleza no implica que sea un discurso construido sobre el vacío y que las premisas fundamentales sobre las cuales trabaja sean pura fantasía. Su virtud consiste justamente en tener un asidero en la realidad, realidad que manipula y a la que le da forma con el objeto de lograr réditos electorales, pero realidad, al fin y al cabo. Por ejemplo, efectivamente, el número de migrantes internacionales se ha incrementado en los últimos años: un estimado total de 281 millones de personas vivían en un país distinto al de su nacimiento en el 2020, 128 millones más que en 1990 y más de tres veces el número estimado en el año 1970. Sin embargo, no es cierto que sea justamente esa población migrante la responsable, en muchos países, del desempleo o de la poca calidad del empleo. Y mucho menos que sean la responsable de la inseguridad en las grandes ciudades. Pero una gota de realidad, mezclada con varias dosis de ficción, es suficiente para hacer del discurso político neopopulista en contra de la migración una herramienta electoral eficaz.

Lo mismo sucede con la democracia y sus instituciones. Ciertamente, como lo sugiere el discurso populista, el Estado se debilitó con la globalización, no pudo enfrentar el reto de preservar nuestros más preciados bienes públicos –entre ellos, el medio ambiente–, no logró subsanar las grandes desigualdades que abrió el mercado globalizado, y quedó atrapado entre los retos internacionales y las necesidades domésticas. Sin embargo, la solución que se ofrece no es una revitalización del Estado y sus instituciones, es decir, una inyección de legitimidad, a través del mejoramiento en la prestación de servicios. Las cartas que exhibe el populismo como alternativa política no son un conocimiento profundo del Estado y de su forma de operar, o la capacidad de ejercer un liderazgo concertador y negociador con otras fuerzas políticas para lograr soluciones enmarcadas en la institucionalidad. No: lo del populismo es ponerse por encima de todo ese ‘ruido’ y, más bien ofrecer como propuesta un proceso de toma de decisiones concentrado en el líder carismático que desprecia la construcción de consensos y el respeto a los procedimientos propios de la institucionalidad democrática.

Esta combinación de realidad y de grandes dosis de discurso político, tiene hoy a la democracia en estado de coma a nivel global. Según International IDEA (Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral), anualmente hay más países que experimentan un declive neto de su comportamiento democrático, mientras que son menos los que avanzan. Esta ha sido la tendencia de los últimos años. De los componentes propios de las democracias, los que más han sufrido son la representación (elecciones creíbles y un parlamento efectivo) y el estado de derecho (independencia judicial, integridad personal y seguridad); y este ha sido el caso para todas las regiones del mundo. El respeto a los derechos, particularmente la libertad de expresión y la libertad de asociación, también se ha deteriorado en todas las regiones del mundo. En África, Asia, el Pacífico y Europa hay avances en materia de erradicación de la corrupción.

En el caso de las Américas, según IDEA, la región ha experimentado más contracción democrática que expansión: los graves problemas de seguridad han llevado a un incremento en la militarización y los estados de excepción han provocando efectos negativos sobre el estado de derecho y el respeto a los derechos individuales. Las limitaciones a la prensa libre y a la libertad de expresión, así como a la de asociación, han aumentado notoriamente. La única dimensión de la democracia que parece estar funcionando en la región, aunque con dificultades notorias, es la representación.

Estos estudios indican, sin embargo, que el baluarte en contra del deterioro democrático sigue siendo la institucionalidad –formal e informal–, encargada de monitorear la concentración del poder y de vigilar y controlar los procesos de toma de decisiones. La participación ciudadana, aunque débil y amenazada, acompañada y potencializada por esas instituciones, sigue siendo prácticamente la única esperanza para el futuro de la democracia.

Alta consejera para las Relaciones Internacionales de la Alcaldía de Bogotá, la democracia está pagando hoy los platos rotos de las promesas de inclusión y libertad incumplidas por los Estados.

 

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