Fernando Yurman: El sol del membrillo

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Ver otra vez este film de Víctor Erice entraña el recorrido evanescente de un duelo, cierta mirada nostálgica con la luz y la sombra. Es también un homenaje y una despedida, el aniversario de un instante. Ese encuentro, en 1992 , del original cineasta con Antonio López, el pintor afamado, prometía un acontecimiento cultural memorable, síntesis de alta meditación y dicha contemplativa. Resultó incluso más pródigo, un diálogo sobre la luz que alumbra la intimidad profunda del siglo XX, el goce de su estética tormentosa, mediante la fotografía analógica y la pintura figurativa posterior a las vanguardias. Nada alcanza a definir cabalmente el suceso, pero las impresiones y asombros atraviesan la película con tal rigor que su difícil clasificación pasa y vuelve de ficcion a documental. Es sabido que toda buena ficcion tiene algo de documental, y que todo buen documental reclama algo de ficción, y esa oscilación abstracta sucede aquí al borde del sentido vivo. Los escarceos con luz y sombra ya habían sido practicados por las dramatizaciones de Caravaggio y luego por Goya, por Velásquez y el cine expresionista alemán, y ahora entregaron una firma póstuma para la vasta herencia.

La nostalgia que segrega el film me recuerda un poema de Cavafis sobre la instantánea luz de la tarde, pero a su vez aquel otro reflexivo sobre el viaje a Ítaca, mas importante que Ítaca misma. El tiempo, el anhelo, la muerte, el presente, el final, el pasado, la ternura, el cosmos, fulguran alternados en el viaje cruzado de oleo y fotografía. Una danza natural entre los ángulos fotográficos y la mirada pictórica, un desnudamiento ritual del ojo para ver como mirábamos hasta el siglo que dejamos. Hace inevitable recordar el origen remoto de la pintura, retomar en las cuevas las estampas del inhóspito afuera, la primaria luz bíblica de las velas, la empeñosa búsqueda flamenca del brillo y la sombra, de esa luz que permite mirar, pero no se puede ver, del sol y la muerte, que no se pueden ver de frente, pero relumbran sus espejismos. El mismo título del film, el sol del membrillo, deja dudando la preposición en un genitivo fantasma. La presencia luminosa se corre ¿es ese sol un “amarillo” intenso de la fruta, el reflejo fugaz, su maduración íntima, el poder de la mañana, el estallido solar, las estaciones luminosas? El árbol es un crisol de desvanecimientos. Nos viene un verso de Cummings “nada dorado puede perdurar” (aunque ese verso perdura), y otro de Apollinaire “ sol cuello cortado” , que une, vivos todavía. el sol y la muerte. Aproximaciones, desafíos al infatigable enigma de la luz, hechizo inexpugnable y ancestral. Lo indica el pintor con reverencia cuando decide cesar esa pintura y volver al dibujo, aprender a dejar lo imposible “lo que no cesa de no expresarse”. El triunfo de este pintor incluye su cuidadoso fracaso, un tributo y homenaje al arte y a la luz. Son también “las banderas de desafío que dicen cariño. cariño mío” que el amigo del pintor canta al membrillo para conjurar lo inefable del objeto poético.

Desde la palabra insight, que designa el aria que corona la rumiación psicoanalítica, hasta las iluminaciones que bendicen a los poetas malditos, desde la ardiente cólera de los griegos hasta el fuego sagrado de las revoluciones o de la fe, la luz exaltó siempre el ser humano, es una rúbrica de trascendencia. Es el fuego que fundo el hogar, con un agujero superior para el humo, y sancionó el privilegio de la especie humana.  Ni siquiera la bombilla eléctrica o el destello de la vida nocturna artificial domeñaron la pureza solar de su sorpresa, su inocencia invicta, milagro vibrante de la existencia. La energía civilizatoria nos encandiló, pero nada sustituyó la importancia misteriosa de la iluminación natural, nuestra lucidez interior se inspira en ella. Y fue la pintura la que inicio la travesía del fenómeno, lo relacionó con la distancia, el tono, la perspectiva, y desde el Renacimiento con lo sublime.

Fue por los preciosos granos de luz, retenidos por el daguerrotipo, que los hombres del siglo XIX supieron a cabalidad que fueron jóvenes, que hubo un pasado comparable al presente, y que la fugacidad era incesante y real. Eso real no era fácil de sostener en el deseo humano y lo procuraba el arte de la luz. Cuando Augusto Rodin, al enterarse del minucioso experimento fotográfico sobre el galope real de los caballos, vociferó “ ¡ la fotografía miente, la pintura tiene razón!!” , no era solo en defensa de los caballos pintados de Gericault contra la incipiente ilustración cinematográfica,  también cuidaba la intencionalidad profunda del arte que la técnica burlaba.  “Los caballos van siempre de aquí para allá, sino estarían en el aire flotando” , reclamaba a la imagen fotográfica del galope congelado. A pesar de esa irritación inicial, la fotografía analógica y la cinematografía avanzaron más de un siglo por los ámbitos explorados de la pintura, contagiaron sus anhelos y compartieron sus vanguardias. También la fotografía incorporó “el tiempo”. Hubo mestizaje de miradas, como ilustran cabalmente las pinturas de Edward Hopper o el cine de Peter Greenaway o David Lynch. También las obras móviles enrejilladas de reflejos o las inesperadas instalaciones cinéticas, se envolvieron en la luz. Los anticipaba una apelación remota, era la misma luz raspada en las telas de Reverón, en los bodegones laicos y sagrados de Zurbarán, en el horizonte de Toledo que develó el Greco o en la luz espiritual de Giotto..  Y es también el encuentro que muestra “La luz del membrillo”, -a finales del siglo XX. poco antes de la imagen digital, y por eso es celebración y despedida, una sensibilidad irrepetible para generaciones de miradas. Antes del Giotto o Massacio, nadie veía la luz, ni los griegos, ni los etruscos o los egipcios. Empezó a tratarse casi en el Renacimiento y desembocó luego en el cine. Para el ambicioso, veloz e intrascendente siglo XXI, munido del brillo digital, ni el cine ni la pintura volverán a ser las mismas, la Inteligencia artificial puede repetirlas, pero el resto de aura sobreviviente morirá con ellas. La agonía del membrillo, la fruta caída, fermentada y expidiendo luz, y regalando metáforas a la pantalla del film, es indisociable del drama final que rodea la pintura y el cine.

En el patio de la casa del artista, de una decente y entrañable modestia, sin pretensiones consumistas ni ornamentos sofisticados, sucede el guion. En esas huellas humildes de una España provinciana, refugiada del urbanismo metropolitano, crece el membrillo que el mismo pintor había plantado cuatro años atrás. Ha decidido pintarlo y antes ha tenido un sueño, un fragmento de infancia, que interesó mucho a su amigo cineasta. Con el entusiasmo de los surrealistas devotos por el onirismo, Erice se suma a filmar la trabajosa vigilia que demanda el sueño. Ambos procesos, pintar y filmar, se atrapan en mutua fascinación por la evasiva realidad que atraviesan.

Los breves diálogos con colegas y amigos, la preparación del sitio, el andamiaje casero, la albañilería, los incidentes menores, la lluvia, el frío, van templando la creación. El arte crece doblemente en las pinceladas y en las tomas, pendientes unas de otras en esa caza del rayo mínimo de luz, el oro fino del tiempo. El análisis de la perspectiva, la dignidad geométrica, de retrato humano que debe adquirir el árbol, el aire y la lluvia, van forjando una batalla de semanas. La cadencia “cariño, cariño mío, ramito de mejorana, espuma que lleva el rio, lucero de la mañana, planté por Sevilla entera banderas de desafío, y todas dicen cariño, cariño mío”, ilustra un anhelo informulable que solo puede repetir el estribillo. El retorno al dibujo, el abandono de la ambiciosa persecución del sol con el óleo, es aquí un signo histórico de madurez existencial, de respeto a la luz y al tiempo. Y quizás algo más.

La aceleración actual del desbalance climático, la dislocación de veranos e inviernos, del intimidante siglo XXI, le agrega al desafío estético del film una hondura creciente, desprende una envoltura ontológica. La escena, había observado Merleau Ponty, funda al espectador, trasluce al crepuscular “objeto” de nuestra mirada, enuncia una ilusión. Esa escena ha cambiado con el horizonte apocalíptico. Pero el film nos ha otorgado un secreto, haber espiado algo de nuestro ser histórico, haber visto algo que no volveremos a ver.

En esta época abreviada por la alta velocidad tecnológica, resignada a representaciones hiperrealistas del algoritmo, a la pérdida del ritmo lento por el vértigo inexorable, la trascendencia también se ha perdido. Es difícil hoy saber el parentesco reflexivo entre el aura, las luciérnagas, el crepúsculo, el fuego o la llama de la vela, pero las flameantes utopías de la historia conservaban en esas luces su estofa espiritual.  El pensamiento y la sensibilidad se formaron en esas sustancias materiales y poéticas, como ilustraba Bachelard en sus ensayos. En esta época de desazón y desastre a cielo abierto, puro escepticismo sin sombra sagrada, la creencia de que ya no habrá ilusión luminosa es quizás la peor ilusión sombría que padecemos. El film de Erice y López, dramatizó vivazmente esa pérdida (Un articulo de mi blog, de agosto de 1919, “Pérdida de la trascendencia y trascendencia de la pérdida”, adelantan este tema que hoy parece notorio).

Antes de ver el film de Erice y Lopez no lograba recuperar los nombres. Múrice ? el limonero real”, repetía  confundido. Volvía como título del film, el nombre del árbol con la narración “El limonero real”, de Juan José Saer. El inconsciente no se equivoca: es una novela de 1974, y se despliega entre luz y sombra humildes, y trata también de una pérdida y un duelo interminable.

 

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