Diego Fonseca: Milei se metió en nuestras sábanas

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La tragicomedia argentina tiene nuevo episodio desde el domingo 19: Javier Milei, el hijo de un conductor de buses que hace tres años era un gritón más en los talk shows de la TV de Buenos Aires, es ahora el presidente de una nación al borde del abismo. Risas grabadas, grititos de sorpresa y oh-my-god. Quienes dicen que las reiteraciones no son atractivas no han prestado demasiada atención a Argentina, un país de una innegable vocación dramática.

Esto sigue: Argentina reemplazará un desgraciado populismo bien conocido por un neopopulista autoritario y psicológicamente inestable que llega con un paquete de ideas jamás implementado en la historia de la humanidad. Si yo fuera suizo, me daría un soponcio; pero soy argentino, así que nada más sacudo la cabeza y prendo la tele. This shit will pass, supongo. Quiero creer. Espero.

Dejemos las cosas claras: los argentinos elegían entre el cuchillo y la bala. El desahuciado ministro de economía Sergio Massa no tenía respuestas políticas para arreglar la –siempre asombrosa e inconcebible– crisis económica argentina. Milei se montó sobre el enojo, como todas las experiencias populistas, para cargar contra la insostenibilidad de la política clientelista del peronismo.

El detalle es que Argentina inauguró otro escenario con la elección de Milei: un populista arrebata el gobierno a otro y, aún más, al movimiento populista más antiguo y eficiente en la disputa por el poder en América Latina.

Argentina, que parece tener una cultura de aprecio por los líderes extravagantes y por asumir riesgos mayores, encara ahora un derrotero por aguas inciertas. Ninguna nación ha practicado el credo libertario que dice profesar Milei, de manera que, como si no tuviera ya suficiente, el país podría ser un laboratorio internacional. Milei promete que no habrá gradualismo sino un shock estructural y que –populista al fin– se acabó una forma de hacer política y comienza “otra era”. Dice que, con él, Argentina volverá a ser la potencia que se merece ser –sus palabras, no mías– en 35 años.

Soy parte de una nación de grandes ideas y grandilocuencias, de una autoconfianza que sonrojaría a nuestros antepasados,

pero hay ensueños que superan toda capacidad de contención racionalista para entrar en el terreno de la fantasía lovecraftiana. Argentina tiene la urgencia de esas familias acomodadas que han perdido todo –el dinero, seguro, pero, sobre todo, el sentido común– y se entregan a cada nuevo oportunista que les susurra que, con él, sin dudas y definitivamente, volverán el oropel y el bruñido perdidos. Nuestros ciclos de refundación están grabados en la memoria, como el paso repetitivo e irracional de un hámster en la rueda: crisis, refundación, crisis por la refundación, nuevo refundador, crisis de la crisis del refundador.

Antes de la elección, en esta misma revista, recordé al Fronte dell’Uomo Qualunque, una experiencia de la Italia de posguerra donde una sociedad harta de fracasos votó a una gavilla de enojados anarco-populistas que prometía acabar con la intervención del Estado, bajar los impuestos, desarmar a los sindicatos, soltar la economía a la suerte de dios y una libertad absoluta para los individuos que no vieron ni los primeros humanos. Cambiar todo, vamos. Alejarnos del fracaso, devolvernos al sitial que nos corresponde por derecho natural. “Su ideología era un guiso donde convivían fascistas y libertarios anti-Estado, pero empatizaba con los inconformes a partir del enorme descrédito que habían cultivado los partidos y los políticos tradicionales entre la población”, escribí sobre esas almas deseantes en Amado Líder, un ensayo sobre el populismo global. “Abajo todos”, gritaban. Abbasso tutti!

Milei representa el nuevo qualunquismo. La agenda es similar: ajuste macro brutal, achicar el Estado, expulsar a los políticos tradicionales, al corporativismo y el empresariado prebendario, soltar las amarras para la creatividad destructiva. Al Fronte dell’Uomo Qualunque lo destruyeron sus propias contradicciones y la realpolitik: para gobernar, necesitaba cuadros y, avisados del riesgo que implicaba dejar en manos de unos delirantes un aparato costoso como el Estado, el centroderecha demócrata-cristiano acordó rápidamente con sus líderes. La jugada resultó. Los votantes del que-se-vayan-todos se frustraron con la traición de sus líderes, pues su grito de borrón y cuenta nueva quedó en la nada.

Ahora, el cristianísimo salvador de Argentina, quien podría evitar que el mesiánico Milei lance al país en una caída libre sin paracaídas, es el mismo hombre que lo aupó al poder. Mauricio Macri evitó crear un cerco sanitario alrededor de Milei y, superando los sueños más húmedos del Partido Popular con Vox, fue sobre él por el abrazo y el beso. Mientras todos nosotros mirábamos por internet, Macri y Milei se metieron en las sábanas: con su apoyo “incondicional” –sin ningún acuerdo formal de cogobierno que se conozca–, Macri convocó a millones de sus seguidores para que, con otros patrocinios menores, Milei agregue 17 puntos a su caudal electoral de la primera vuelta y gane el ballotage con el 56% de los votos.

El partido de Macri regresa al poder con Milei. El PRO, la marca política de Macri, no hizo un llamamiento formal a sumarse orgánicamente a la administración de Milei, pero sus hombres y mujeres parecen disfrutar de libertad de acción para encaramarse en los cargos de la nueva administración y el propio Macri –y su candidata, Patricia Bullrich– participan de la intimidad mileirista. La decisión de Macri –el segundo ganador de la elección de noviembre– pone al PRO en el lugar del controller de Milei, con sus funcionarios o desde el Congreso. Es su valedor, será su consigliere y puede ser quien le provea el veneno agripino.

¿Se puede controlar a un tipo incontrolable? Difícil. Milei no tiene estructura, es cierto. Tiene pocos congresistas –cierto. Y ni un solo gobernador es suyo –cierto también. Muchos confían en que las segundas líneas pueden moderarlo, pero la historia de los populismos demuestra que esa contención suele ser limitada. Otros líderes ya han sabido sobreponerse a esa desventaja.

Desde Juan Domingo Perón a Boris Johnson, pasando por Hugo Chávez y Donald Trump, los intentos de cerco sanitario, entrismo y copamiento de la corte han fracasado: papá ganó. Los votos son del líder y –en un sistema hiper presidencialista como el argentino– el jefe manda. Amado Líder siempre marca la impronta.

Al macrismo le tocará forzar gradualismo donde Milei grita tierra arrasada. La dolarización, la reducción franciscana del gasto y la clausura del Banco Central son impracticables sin considerar la posibilidad de represión masiva si se activa la protesta social. Argentina tiene una triste historia de gobiernos no-peronistas incapaces de aguantar el obstruccionismo de la máquina de matar proyectos de los herederos de Perón. Y el peronismo –que, disminuido a su mínima expresión electoral, sacó el 44% de los votos– aun controla tendones suficientes de la musculatura política argentina para cortar las calles con piquetes, paralizar el país con los sindicatos o precipitar una crisis en un gobierno débil.

Un ajuste macro –que es inevitable– será más que bien visto por los organismos internacionales de crédito que la cocainómana y alcohólica Argentina necesita para renegociar deudas. Una pausa daría algún margen de maniobra inicial. Pero los miles de millones de dólares y euros que necesitan Milei y la economía no vendrán sin –una quimera– estabilidad sostenible y sin conflictividad.

Y Milei, que ha dado suficientes pruebas de intolerancia, insiste en que él no toma prisioneros.

Mientras el frente externo depende bastante de la voluntad ajena, el asunto capital es la gobernabilidad interna. Milei tendrá su luna de miel con la población, pero Argentina es un país de sobrevivientes, perros sueltos de dientes afilados. La paciencia es limitada con los gobiernos raquíticos. Los gobernadores y sindicatos peronistas jugarán al wait & see hasta ver el tamaño de la chequera o del palo del gobierno federal. Massa anunció que dejará la política y eso devuelve al peronismo a su último cauce: el kirchnerismo.

Si las cosas no salen, el macrismo intentará despegarse para salvar la ropa jugando al ponciopilateano “yo solo pedí el voto, no el gobierno”. Milei es, además, un sonoro inexperto. ¿Poseerá la estabilidad emocional que no mostró en toda su vida pública cuando ocupe el cargo que concentra toda la presión de la gravedad?

Por un tiempo, los líderes populistas gozan del amor de las masas. La apostasía llega cuando comienzan las comparaciones. Es un ciclo inevitable para todos. Los cuatro años de la presidencia argentina pasan rápido y, con conflictividad agravada, se acaban más pronto. Hasta entonces –¿meses, uno, dos años?–, Milei podrá vivir de promesas renovadas y de culpar a la pesada herencia adquirida. Conocemos el manual: por izquierda o por derecha, el populismo jamás es responsable de los errores y su negocio es renovar la fe en que, en algún momento, quién sabe cuándo, el líder nos entregará la tierra prometida. Siempre, claro, que nos quedemos con él.

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