Zulia, de agujero oscuro a foco descontrolado de la pandemia

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Un hombre recoge agua el lunes 29 de junio de una quebrada contaminada, en Maracaibo (Venezuela).Henry Chirinos / EFE

El temor de los venezolanos a ser atendidos en centros de salud en precarias condiciones o ser aislados bajo custodia del Gobierno complica la contención de la Covid-19

El agujero oscuro que se había vuelto el occidental Estado Zulia tras una prolongada crisis eléctrica ha entrado en una peor fase con la pandemia. De pasar casi dos meses con apenas seis reportes, con 1.200 casos, es la entidad con más contagios en Venezuela, que alcanzó las 6.273 confirmaciones a comienzos de julio. Este estado también tiene el mayor número de los 57 fallecimientos que reporta el Gobierno de Nicolás Maduro. Los videos desde el Hospital Universitario de Maracaibo, el centro centinela para atender a los pacientes con Covid-19, corren al igual que el temor en los barrios de la ciudad petrolera, en otro tiempo boyante y estridente y que ahora está apagada, desolada por la crisis de servicios que atraviesa. La urbe, epicentro de casi todas las disfunciones de Venezuela, sufre hoy también las consecuencias de la férrea cuarentena y el cierre de su principal mercado Las Pulgas, donde se detectó un foco a finales de mayo. En las imágenes que comparten los trabajadores del sector sanitario se ven pacientes que caen de las camillas conectados a bombas de oxígeno en medio de un pasillo, otros en los que denuncian que los cadáveres pasan horas antes de ser retirados a la morgue.

“Hay un solo centro, que es el Hospital Universitario, con muchas falencias, con muchos problemas técnicos como que no llega agua por tuberías que no tiene las condiciones para atender y donde solo hay ocho camas de terapia intensiva con ventiladores [respiradores]. También se ha hecho un manejo policial de la epidemia, a la gente la buscan en sus casas para llevarlas a la fuerza a moteles o a los centros de salud en terribles condiciones. Los pacientes se están escondiendo”, dice un neumólogo de Maracaibo, que prefiere no identificarse por temor a represalias. A su celular llegan fotos de las radiografías de tórax de pacientes que se niegan a pisar un hospital al que solo llegan cuando están muy graves. Son los que también han agotado en la ciudad los medidores de saturación de oxígeno, agrega el médico, para evadir la atención gubernamental. “La alta mortalidad que tenemos viene del ambiente policial que se ha creado”, opina el médico con preocupación. “En Maracaibo no hay ningún punto donde no haya un caso”. Y muchos, de acuerdo con lo que cuentan vecinos de varios sectores de la ciudad, prefieren pasar la enfermedad en casa que en en un centro de salud donde poco podrán hacer por ellos o en los moteles o refugios que han dispuesto que tampoco tienen condiciones.

Los temores los ha confirmado el propio gobernador del Zulia, Omar Prieto. Hace unos días denunció que personas que han dado positivo en las pruebas se han escapado de los centros de atención y que eso era un delito, por lo que creó un grupo especial de inteligencia policial para capturarlos. “No le teman a la asistencia del gobierno. Téngale miedo al coronavirus”, dijo. El temor, sin embargo, no es exclusivo de este estado. En los últimos reportes el gobierno de Maduro, los voceros han insistido en que la gente acuda al médico con los primeros síntomas, pues la gente se niega a notificar y acudir a hospitales arrasados tras una prolongada crisis humanitaria. Llegan cuando están complicados a un sistema de salud que cuando inició la pandemia solo tenía 720 camas de cuidados intensivos y unos 102 ventiladores, según la Alianza Venezolana por la Salud.

José Tello, de 54 años, es paciente renal y desde febrero se dializa tres veces por semana en el hospital donde se trata la Covid-19. El único ascensor que funciona en la torre de nueve pisos llega a la sexta planta, en la que inicialmente comenzaron a aislar a los contagiados pero que ante el volumen de casos han ido copando otras plantas. Su terapia la recibe en el último piso. “Todos los pacientes debemos atravesar los pisos [donde se trata la] covid para llegar a nuestra diálisis, que no podemos paralizarla. El 40% de los compañeros está en silla de ruedas y no solo debe esperar horas por el ascensor como todos, sino tiene que buscar quien los cargue por las escaleras los pisos que faltan”, se queja.

A principios de la cuarentena, que comenzó con una grave escasez de combustible, Tello encabezó una lucha para que les dieran prioridad para cargar gasolina. Ahora está peleando porque muden la unidad a diálisis a otro centro, porque en el hospital están en grave riesgo de contagiarse. De su grupo de diálisis 2 han fallecido y 32 están recluidos por haber dado positivo en la prueba del Covid-19. El hospital es un brote en sí mismo.

Antes de que comenzara la pandemia, Tello estuvo un mes hospitalizado en el Universitario y dice que fue una experiencia terrible. “Hubo 20 noches en las que no dormí porque cacé 20 ratas”, dice y envía las fotografías por WhatsApp como prueba. Tuvo que llevar desde el colchón para su camilla hasta varios insumos médicos para su atención. Ahora, le preocupa la insalubridad del hospital -en medio de una pandemia en la que la limpieza es clave- en el que no hay agua corriente todos los días y solo funciona un baño por piso.

Tello dice que en el área de nefrología, la mitad de las enfermeras ha renunciado porque no tienen los equipos de protección adecuados. Para la diálisis de este lunes solo había una para asistir a un grupo de pacientes en el delicado procedimiento en el que suelen descompensarse. La falta de personal también afecta otros servicios. No quieren arriesgar su salud por un salario de cuatro dólares, lo confirman las que todavía siguen batallando. “Solo te dan la mascarilla N95, la careta y los lentes los compra cada quien”, dice una de las profesionales, de 34 años de edad, que también resguarda su identidad por temor. “Una compañera que estaba hospitalizada por covid tuvo que colocarse ella misma sus tratamientos porque no hay personal. Éramos 2.000 y ahora no hay más de 100 trabajando”.

El País – Florantonia Singer

 

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