Mar de Fondo.
En el corazón del Vaticano, bajo el sol tibio de octubre, Venezuela llora y ríe al unísono.
Hoy, 19 de octubre de 2025, la Plaza de San Pedro se ha convertido en un pedazo de nuestra tierra herida, rebosante de banderas tricolores y rostros surcados por lágrimas de gratitud y anhelo.
Allí, ante el Papa León XIV, José Gregorio Hernández y Carmen Rendiles, nuestros guardianes del alma, han sido elevados a la gloria eterna.
Los primeros santos venezolanos
No es solo un milagro eclesiástico; es un bálsamo para un pueblo que, en medio de tormentas políticas y exilios forzados, clama por esperanza.
José Gregorio, el “médico de los pobres”, aquel venezolano nacido en Isnotú que en 1864 nació con el don de curar no solo cuerpos, sino espíritus rotos.
Con su bata blanca y su fe inquebrantable, recorrió los barrios humildes de Caracas, atendiendo a quien no tenía pan ni techo, hasta que un vehiculo lo arrebató en 1919.
Hoy, su intercesión en milagros inexplicables —curaciones que la ciencia besa los pies de Dios— lo corona santo.
¡Oh, José Gregorio! En esta Venezuela de colas interminables y hospitales vacíos, tu figura nos susurra: La caridad no muere, aunque el mundo la pisotee.
Miles de peregrinos, desde la Divina Pastora hasta las calles empedradas de Roma, lo invocan con el pecho henchido, recordando cómo su vida fue un antídoto contra el olvido de los más pequeños. Y junto a él, Carmen Rendiles, la madre de acero y ternura, nacida en 1903 en el bullicio caraqueño.
Fundadora de las Siervas de Jesús, pese a sus limitaciones físicas, edificó un legado de servicio a los marginados, educando almas en la alegría del Evangelio hasta su partida en 1977.
Su segundo milagro —la sanación inexplicable de una mujer con hidrocefalia— sella su camino al cielo.
Carmen, ¡Qué mujer! En un país donde las mujeres cargan el peso de la diáspora y la pérdida, tú nos enseñas a levantarnos con una sonrisa, a tejer comunidades de perdón en medio del rencor.
Sus hermanas salesianas, con velos ondeantes en la plaza, lloran de orgullo, mientras en Caracas, pantallas gigantes frente a La Candelaria transmiten este instante sagrado a un pueblo que se une en vigilia.
Esta canonización no es un evento lejano; es un grito colectivo.
Líderes como Edmundo González y María Corina Machado lo celebran como reflejo de la Venezuela soñada: humilde, amorosa, resiliente.
En las calles de Roma, venezolanos exiliados se abrazan, exigiendo libertad para presos políticos, mientras en casa, familias se arrodillan ante imágenes caseras, susurrando:
“Santos nuestros, interceded por nosotros”.
Es un recordatorio punzante: en la adversidad, la santidad florece en lo cotidiano, en el pan compartido, en la oración susurrada al amanecer.
Hoy, el mundo católico venera a José Gregorio y Carmen Rendiles, pero Venezuela los acoge como faros en la noche.
Que su luz disipe nuestras sombras, que su ejemplo forje una nación donde la fe no sea refugio, sino puente hacia la paz.

