Tenía nombre de flor y acababa de cumplir trece años. Cuando llegó al colegio, cuando fue apodada “la nueva” —con sus hoyuelos y sus ojos de color aguamarina— corría el año 1997 y aquellos eran tiempos de Jack y Rose en Titanic, de las gargantillas de malla elástica o de la penetrante mirada azul de Natalie Imbruglia desde la cubierta de Torn. En 1997 sabíamos pocas cosas de la vida y no conocíamos, por descontado, la etimología de la palabra secreto, que procede del latín secretus y a su vez deriva del verbo secernere. Significa poner algo aparte. Y en nuestras conversaciones atolondradas se colaba a menudo esa palabra, secreto, que en aquel momento no revestía de tintes dramáticos, sino que aludía a cualquier banalidad: que habías copiado en un examen o que te gustaba el mismo chico que a tu amiga. Pero ella, que con las semanas ya había dejado de ser “la nueva”, nunca participaba de esas conversaciones de madrugada repletas de chismes y de cándidas confesiones. Solo lo hizo en una ocasión en que, azuzada por mi insistencia y a pesar de su vergüenza, porque esa fue la palabra que utilizó, me contó su secreto. Su tío, en la bodega del restaurante donde trabajaba, la obligaba a hacer cosas. Cosas que yo no quiero hacer, matizó. En un primer momento no entendí bien a qué se refería. La adolescente fantasiosa que fui le había pedido un secreto y anhelaba, supongo, una historia de amor, pero se encontró, sin embargo, con una de terror.
Es sabido que la mayoría de los abusos sexuales a menores se dan en el ámbito familiar, un hecho que los convierte en más traumáticos —si cabe— para las víctimas, dado que estas desarrollan sentimientos contradictorios y ambivalentes con respecto a la confianza, la protección y el apego. En el espléndido Triste tigre, recién publicado, la escritora francesa Neige Sinno cuenta cómo pasó toda su infancia silenciando los abusos que sufría por parte de su padrastro. No fue hasta la adolescencia que logró confesárselo a su madre y en las páginas de este libro tan demoledor como inclasificable, en que alterna juiciosos análisis sobre el mal con su propio testimonio, ahonda en el terrible alcance del veneno cuando quien más tenía que protegerte hizo exactamente lo contrario.
Leí las páginas de Sinno como si en ellas, a trasluz, se vislumbrara una especie de marca de agua, la historia que meses atrás relató Andrea Robin Skinner, la hija mayor de Alice Munro, en The Toronto Star. A su vez, me remitían a aquella otra historia de terror, la que cuenta Camille Kouchner en La familia grande, libro en el que rompe el silencio familiar: el de los abusos de su padrastro, el politólogo Olivier Duhamel, a su hermano gemelo tres décadas atrás, cuando era adolescente. Un libro durísimo en que, desde una perspectiva lateral, que le permite no entrar en el pathos del sufrimiento directo, aborda las consecuencias de la mecánica del silencio, en cómo las ondas concéntricas del abuso afectan no solo al entorno más inmediato sino a una sociedad, la nuestra, que no está dispuesta a escuchar estos relatos porque simplemente no quiere saber que existen. Así, pensé, una historia se sobreponía a otra y, por ello, regresé también a Un amor imposible, de Christine Angot. De algún modo, todos estos relatos se leían los unos a través de los otros, enlazados por la sombra de un tabú que sigue proyectándose, del silencio y la vergüenza que aún los acompaña.
Lo que me ha ido sucediendo a lo largo de estos meses al encadenar historias que abordan la violencia sexual contra menores o ese tabú al que seguimos llamando incesto —aunque los estudios de género rechacen el término dado que no señala su dimensión de violencia sexual—, es que volví a ella, mi compañera de clase, sentada en un sofá de cuero sintético. Recordé el miedo y el secreto. Lo que su tío le pedía que le hiciera era algo que yo relacionaba con las películas codificadas de Canal+. Ahora recuerdo, con infinita vergüenza, que me pregunté entonces por qué ella no se negaba. No sabía, claro, que no sirve de nada resistirte si nadie irá a por ti.
Me encantaría poder contar aquí cómo la ayudé aquella noche de 1997, pero no fue así. No hice nada. Y terminó el curso y nos cambiaron de clase. Y pasaron veintisiete años y nunca he vuelto a saber de ella. A menudo regreso a una frase de Michael Herr en Despachos de guerra: “Somos responsables de lo que vemos”. Creo que de lo que verdaderamente somos responsables es de lo que no queremos ver. La escritura es el lugar que logra hacer visible lo invisible, por eso, es este también el lugar donde pueden conjugarse los silencios y los extrañamientos. El lugar donde encender un deseo, y a mi compañera, y a tantas otras, a tantos otros, yo les deseo mejores interlocutores que la que yo misma fui. Nos gustaría que determinadas realidades no existieran, pero ponerlas aparte, encerrarlas bajo el silencio y el tabú solo nos condena a la oscuridad de seguir repitiéndolas.