Creo que hay un mal entendido: la defensa de la democracia, sin duda un imperativo de nuestro tiempo, nos ha sido presentada por la gran mayoría de los políticos y politólogos, como defensa de la llamada democracia liberal. El problema es que el término liberal es ideológico y la democracia, al serlo, no se deja regir por un determinante ideológico.El orden político mundial y sus enemigos
Bajo el término democracia liberal entendemos un espacio en donde priman las libertades por sobre las restricciones. Pero estas libertades no servirían de nada si no estuvieran garantizadas por un orden constitucional e institucional a la vez. Referirse solamente a las libertades, conduce al libertarismo, es decir, a la libertad des-institucionalizada. Para decirlo con ejemplos, Trump, Bolsonaro, Milei, son de verdad personajes libertarios (sobre todo desde el punto de vista económico) pero no son ni constitucionalistas ni institucionalistas.
Desde esa mirada, podríamos distinguir un libertarismo de izquierda y uno de derecha. Lo que ambos tienen en común es la aversión a las instituciones. Para los primeros -pienso en los octubristas chilenos– las instituciones y las constituciones son simples herramientas de la clase dominante. Para los segundos -pienso en el asalto al Capitolio perpetrado por las hordas trumpistas- las instituciones son obstáculos que se oponen a la relación política “pura” que se daría de modo ideal entre un pueblo y un líder, es decir, la llamada democracia directa. Los libertarios entonces no deben ser criticados por su apego a la libertad sino por su relación negativa con las instituciones que las amparan, en otras palabras, con el Estado de derecho.
Hay instituciones internas que son las que reglan las relaciones entre los ciudadanos y los estados pero también las hay externas y ellas son las que reglan las relaciones entre diversos estados, independientemente del orden político interno que prevalece en cada uno de ellos. Esas relaciones, cuando cristalizan en leyes y reglamentos, constituyen el orden político internacional. Ahora bien, ese orden ha comenzado a ser cuestionado por una serie de gobiernos que buscan imponer un llamado “nuevo orden político mundial”.
Según los gobiernos anti-occidentales (léase, anti-democráticos), el orden político mundial en vigor debe ser revisado, dado que allí prima un sobrepeso de EE.UU y de todas las naciones en donde prevalecen relaciones democráticas avaladas por un estado de derecho. De más está decir que quienes proclaman ese nuevo orden provienen de las “izquierdas huérfanas”, las que perdieron a sus padres reales y adoptivos: el proletariado superado por la sociedad posindustrial y el socialismo, superado por la gran revolución anticomunista de 1989-90. Hoy esas izquierdas son islamistas, putinistas (sustantivo que comparten con las extremas derechas), anti-globalistas (sustantivo que comparten con los trumpistas) y partidarias de muchas dictaduras. La izquierda revolucionaria de ayer es la izquierda reaccionaria de hoy.
De acuerdo al máximo líder de los gobiernos propulsores del nuevo orden mundial, Xi Jinping, la democracia occidental es un producto de la historia de sus naciones, en cambio China y otras naciones provienen de otra historias y de otras tradiciones y por lo mismo, su concepto de democracia debe ser muy diferente al occidental. En las palabras de Xi Jinping: “Bajo la consigna de los derechos humanos universales, (los países occidentales) promueven por la fuerza los conceptos y sistemas democráticos universales, y utilizan estas cuestiones para interferir en los asuntos internos de otras naciones” En otras palabras, el concepto de democracia proveniente de Occidente, es para Xi relativo y no universal y, además, expansionista e imperialista. Luego, los derechos humanos no deben regir para todos los humanos. Habría entonces que preguntar a Xi, por qué rechaza a la democracia occidental y no rechaza (al contrario, venera) a la tecnología occidental la que, entre otras cosas, ha permitido a China elevarse a la categoría de potencia económica mundial.
En cierto sentido, para Xi Jinping hay una contradicción entre la juridicción que regla a las Naciones Unidas y otros organismos de representación internacional y el crecimiento económico de China, nación que aspira ejercer, montada en ese crecimiento, un liderazgo político mundial, lo que en su versión, supondría un cuestionamiento, no solo al orden internacional vigente, sino al de las democracias occidentales desde donde fue originado el actual orden, después de 1945.
En síntesis, el cuestionamiento de la democracia como forma de gobierno nacional pasa por cuestionar el orden jurídico internacional. Al revés también. Así entendida, la amistad sin límites que repetidamente se han jurado Xi y Putin, no proviene de similitudes o de unidades de criterios políticos, sino de la animadversión profunda que ambos dictadores profesan a la cultura política occidental cuyo rol dominante en el mundo debe ser erradicado en nombre de un orden multipolar no y anti- democrático cuyos países hegemónicos deberían ser Rusia, Irán y China, e incluso, Corea del Norte (“la alianza del infierno” la hemos denominado en otros textos). Fue esa la razón por la que, ya en los comienzos de su mandato, Joe Biden advirtió que la principal contradicción del siglo XXl es la que se da entre democracias y autocracias.
Guerra global
Para autores como John Mearsheimer, geoestratega norteamericano que no se ha cansado de culpar a su país de la invasión rusa a Ucrania -razón por la que es consultado como teórico por el putinista Viktor Orban de Hungría- la contradicción entre democracias y autocracias es una división maniquea. Naturalmente, lo sería si eso significara afirmar que esa es la única contradicción que cruza el globo. Hay, además, otras líneas divisorias entre las naciones. Sin embargo, si observamos la composición política de la mayoría de los países cooptados por Rusia, China e Irán, no vemos en el campo anti-occidental ninguna democracia, hecho que habla a favor de la tesis de Joe Biden.
Si tomamos la tesis de Biden en serio, tendríamos que concluir que en estos momentos los diversos conflictos que asolan el planeta están sobredeterminados por la contradicción democracia-autocracia. Y como hemos señalado en otros textos, se trata de una contradicción que se da, en niveles paralelos pero también tangenciales. En efecto, no hay fuerza antidemocrática en Europa (principalmente de ultra derecha) que no reciba apoyo e incluso financiamiento de Putin. Conocidos son también los vínculos entre el putinismo y el trumpismo (no solo norteamericano). Igualmente notorios son los lazos que unen a Putin con las dictaduras y autocracias de América Latina (Cuba, Nicaragua, Venezuela) y con gobiernos “de izquierda” (Bolivia, Brasil, Colombia) a los que el aliado sin límites de Rusia, China, otorga jugosos préstamos financieros o lucrativos negocios (como con el litio de Chile) para, cuando llegue el momento, cobrarlo en réditos políticos.
Entonces, no queda más sino decirlo: Nunca la dependencia económica con los EE UU fue tan intensa como la que mantienen diversos gobiernos latinoamericanos con China. Nunca el servilismo ideológico de gobiernos antidemocráticos latinoamericanos ha sido tan evidente como el que profesan los dictadores y autócratas de la región, a Putin. Hoy por ejemplo vemos a huestes de “izquierda” en las calles protestando en contra de la violencia de Israel en Palestina, pero siempre callando frente a las horrorosas matanzas que lleva a cabo la Rusia de Putin en las ciudades y campos de Ucrania.
Incluso el mismo Putin ya no habla de la invasión a Ucrania como una defensa frente a la OTAN, sino en contra de la “decadencia” de Occidente al que se oponen los gobiernos occidentales, sobre todo el de su aliado más estrecho, Irán. En las palabras de Joschka Fischer “La guerra de agresión no provocada del presidente ruso Vladimir Putin no fue más que la primera ficha de dominó. Ahora, Hamas ha lanzado un brutal ataque terrorista contra Israel desde Gaza, matando a 1.400 israelíes, la mayoría de ellos civiles, y secuestrando a más de 200. ¿Cómo se podría asestar un golpe tan mortal y de inteligencia más fuerte del Oriente Medio? ¿Puede una organización terrorista como Hamás haber logrado tal hazaña por sí sola?”
La respuesta es no.
Hay que dejar la hipocresía a un lado. Todos sabemos que detrás de Hamas está Irán y que detrás de Irán está Rusia y que detrás de Rusia, no pocas veces, está China. La invasión rusa a Ucrania y la invasión de Hamas a Israel, pertenecen al mismo contexto histórico: la guerra declarada por Putin al Occidente político, es decir, a las naciones democráticas, a sus libertades y a las instituciones que las resguardan.
Tuvieron razón los parlamentarios demócratas norteamericanos cuando rebatiendo la tesis de los republicanos relativa a que hay que apoyar más a Israel y menos a Ucrania, plantearon: “Al defender a Ucrania, también atacamos a Irán”. No sabemos si los republicanos entendieron. La guerra de Putin a Ucrania y la guerra de Hamas a Israel -fue lo que intentaron decir los demócratas- no son dos guerras separadas. Ambas son dos frentes de batalla en una misma guerra. Hay, además, otros frentes en el Kosovo, en Armenia, en Yemen, en Taiwan.
La guerra que el mundo está experimentando, ya es global. Eso quiere decir: la globalidad de nuestro tiempo no solo es económica, política o cultural; es también militar. Así lo destacó el ministro de defensa alemán, Boris Pictorius, cuando declaró, ante la molestia de su propio gobierno, “Europa debe estar preparada para la guerra”. Palabras disonantes para un público que todavía cree vivir en la era feliz del consumo, del turismo de masas, del buen pasar.
Vivimos tiempos de guerra, que nadie se engañe, es lo que intentó decirnos Pictorius. Llegará un momento, quizás ya ha llegado, en que todo estará sobredeterminado por esa guerra. La política, por ejemplo. Cada elección, parlamentaria o presidencial que tiene lugar en Europa, sea en Turquía, en Eslovaquia, en Polonia, ha sido seguida con una pasión que antes no existía. La principal preocupación de los observadores es si los resultados favorecerán o no a la estrategia expansiva que proviene de Rusia (o de Irán, o de China). Los políticos, quieran o no, se han convertido en destacamentos civiles de una guerra global.
Política de guerra
La guerra no suprime a la política, coexiste con, e influye sobre ella. Pero hay, además, una política de guerra. Así lo advirtió Joe Biden a su colega Benjamin Netanyahu en su visita a Israel (18 de octubre). Por más dolorosas que sean las pérdidas humanas, y por más criminales que sean las acciones de Hamas, y por más legítimo y legal que sea el derecho de Israel a defenderse, no hay que perder las perspectivas políticas guiadas por máximas como “no hacer nunca lo que el enemigo quiere que tú hagas”. No basta tener una fuerza militar superior. Hay que impedir que el enemigo logre, con su bien aceitada propaganda de guerra, aislar a Israel, intentó Biden decir a su empecinado colega israelí. Y no por último -puede que lo haya dicho- hay que saber emplear otros instrumentos además de las balas, entre otros, la diplomacia, la asistencia humanitaria, las relaciones económicas.
Biden, por experiencia, sabe lo que dice. Después del 11-S el gobierno norteamericano de Bush Jr. también se dejó llevar por la furia. Los resultados no pudieron ser peores, tanto para los EE UU como para los países invadidos. Los EE UU invadieron Afganistan sin lograr nada, los talibanes están de nuevo en el poder, y hoy son más fuertes que antes. Los EE UU desmantelaron estados nacionales como los de Irak y Libia sin tener con qué sustituirlos para convertirlos finalmente en lo que hoy son: nidos de terroristas, donde campean a sus anchas Hamas, Hizbolah, Diyah islámica, IS. De tal modo que cuando llegó el momento de actuar en Siria, apoyando a los contingentes anti-dictatoriales, Obama, dado el descrédito norteamericano en la región, no tuvo otra alternativa que permitir que la Rusia de Putin, en nombre de la “guerra contra el terrorismo internacional”, llevara a cabo una masacre muy similar a la que hoy realiza en Ucrania, apoderándose del país sirio para convertirlo en lo que ahora es: una colonia militar de Rusia, aliada de Irán. Todo eso complementado con hechos indignos para un país democrático, como fueron los abusos cometidos en las cárceles de Abu Ghraib o en Guantánamo.
Gracias a Bush, no a Trump, el prestigio de los EE UU en la región islámica está por los suelos. Así y todo, Biden, gracias a su manejo diplomático, ha logrado recomponer relaciones con países adictos a la confesión suní (sobre todo Arabia Saudita) no dispuestos a aceptar el liderazgo de Irán en la región. Del mismo modo, el gobierno estadounidense ha logrado entender que si bien Rusia y China son aliados, no son lo mismo. Con China, a diferencias de lo que ocurre con Rusia, todavía funciona la diplomacia.
Xi Jinping no está interesado en un escalamiento total de la guerra como lo está Putin, y en ningún caso se muestra partidario de una confrontación nuclear que llevaría a la ruina de la propia economía china. En estos mismos momentos ha mostrado incluso su disposición a participar en un encuentro que tendrá lugar con Biden en San Francisco. De ese encuentro, si es que tiene lugar, no saldrá ningún acuerdo de paz mundial, pero al menos se espera que de ahí surjan limitaciones a la expansión de la guerra global.
Los seres humanos formamos parte de la única especie en condiciones de declarar guerras, poniendo en riesgo nuestra conservación como especie. Las guerras con todas sus infinitas crueldades son parte de la condición humana y, como señalaba Kant, a veces no hay más alternativa que buscar la paz desde el fondo de la guerra, utilizando cada armisticio, cada pausa, cada conversación, en un medio para instituir condiciones de no-guerra. Para instituir la no-guerra (no confundir con la paz) necesitamos de instituciones, y esas son las que quiere destruir Putin en su locura anti-occidental. Sin embargo, Xi, de alguna manera, necesita conservar a algunas de esas instituciones, aunque no más sea para apoderarse de ellas.
De acuerdo a Michael Ignatieff, vivimos en “un mundo sin misericordia”, y si la comunidad de naciones no está en condiciones de alcanzar la paz, todavía queda la posibilidad de limitar las guerras. Para reafirmar su posición Ignatieff nos habla de “las leyes del infierno”. Así distingue Ignatieff entre el “jus ad bellum”, o fundamentos jurídicos que justifican la guerra (es el caso de Ucrania e Israel) y el “jus in bello”, que es la ley que rige las formas de combatir.
Seguramente será imposible que EE UU y China se pongan de acuerdo en el primer punto (“jus ad bellum”), el de la legitimidad de las guerras. Pero al menos podrían ponerse de acuerdo en el segundo (“jus in bello”), el relativo a las formas de las guerras. En el caso de unas posibles conversaciones chino- norteamericanas, el acento deberá estar puesto en la aceptación o no de las resolucionesde Ginebra de 1949 sobre la reglamentación de las guerras. Precisamente son esas las resoluciones que Putin ha decidido violar.
Por cierto, sería mayúscula ingenuidad creer que las guerras se ajustarán alguna vez a un derecho establecido jurídicamente en un nivel mundial. Para Netanyahu los muertos civiles son un mal, pero un mal inevitable en una guerra que tiene lugar en zonas pobladas como Gaza. Para Putin, el ataque intencional a la población civil es su principal estrategia de guerra, y a ella ha apostado con minuciosa crueldad. Pero, y esto es lo importante, el solo hecho de que los representantes de las potencias mundiales hablen sobre el tema, es de por sí un acto político. Y mientras haya política, la guerra no será total.
O para decirlo otra vez con los términos de Ignatieff: “solo la política, no el Derecho, puede impedir que sigamos descendiendo a los infiernos”.
Referencias
Michael Ignatieff – UN MUNDO SIN MISERICORDIA (polisfmires.blogspot.com)
Joschka Fischer – MUNDO DE GUERRA (polisfmires.blogspot.com)
Fernando Mires – LA PRIMERA GUERRA GLOBAL (polisfmires.blogspot.com)