Una calina de fuego rebosa España y sobre ella ha llegado una ola de calor que cubre media Europa.
Esa temperatura achicharra de fuego, y en la mediterránea levantina – en la que el escribidor hace albergue – hemos encallado al resguardo de un galerón sin proa, cuando la temperatura sobrepasa los 38 y más grados. No sopla el viento, y al termómetro lo llaman “Una canícula atiborra España y sobre ella ha llegado una ola de calor que cubre ya más de media Europa.
Esa alta temperatura achicharra con lagrimones de fuego, y en la mediterránea levantina – en la que hacemos parada y fonda – hemos encallado al socaire de un galerón sin proa, cuando la temperatura sobrepasa los 35 grados, no sopla el viento de poniente, y al termómetros lo llaman “Una canícula atiborra España y sobre ella ha llegado una ola de calor que cubre ya más de media Europa.
Esa alta temperatura achicharra con lagrimones de fuego, y en la mediterránea levantina – en la que hacemos parada y fonda – hemos encallado al socaire de un galerón sin proa, cuando la temperatura sobrepasa los 35 grados, no sopla el viento de poniente, y al céfiro lo llaman “ponentá”.
Hace un largo tiempo, sobre la arena de dunas, pinos piñoneros, encinas, lentiscos y enebros, el novelista Vicente Blasco Ibáñez escribió una parte extensa de su obra, mientras la otra la concibió en América Latina, ese predio que un día nos llamaría abriéndonos los batientes caribeños, las elegías de Andrés Eloy Blanco con sus vivarachos “Angelitos negros”, versos que la voz del cubano Antonio Machín hizo enramar en el cartapacio oscuro de su piel antillana.
Años después, ya encallados nuestros afanes nómadas en Isla Margarita, cierta noche en Porlamar, bajo los ritos de babalaos venidos de los callejones de La Habana vieja, un sacerdote Orunmi, marcando la arenisca de la playa de Bellavista a la luz de una fogata pagana, nos habló de Nicolás Guillén y, en ese intervalo, todo el Caribe de la negritud penetró a modo de ballesta en nuestra piel
Para hacer esta muralla,
tráigame todas las manos:
los negros, sus manos negras,
los blancos, sus manos blancas.
Ahora nos hallamos sobre un altozano del Mediterráneo. Hace un ardor soleado enorme, y uno evoca la templada brisa caribeña tan refrescante ella.
Levanto un guijarro y lo lanzo contra la espuma plateada de la playa de Malvarrosa. La arena se pierde entre las espesas dunas. Más allá, si uno pudiera bajar y cruzar el estrecho de Gibraltar y sus columnas de Hércules, llegaría al Caribe venezolano de nuestras remembranzas.
Uno ya no viaja al son de los turistas, sino cruzando las sendas de los antiguos juglares con el único deseo de hallar sensaciones nuevas y querencias recordadas.
Años atrás, en estos recodos mediterráneos comencé a escribir manojos de cartas con un anhelo huracanado. Ella – la amada recordada – se había hecho mujer. Entre los naranjales, sobre las flores de azahar bajando de las lomas, su infancia / niña se perdía, se hacía niebla mañanera. A la noche, con los vientos tramontanos entre su pelo brillante como fragua inflamada, miraba las estrellas, y mis anhelos iban enramando caracolas con sus senos redondos, dóciles, mientras mi sangre, bautizada en jugo cuajado, se fundía con la suya.
Un cantor convirtió en luciérnagas musicales la luminiscencia de la tarde:
Amor mío, si te vas, / cierra mi pecho con llave / porque hasta que tú no vengas / mi pecho ya no se abre.
El verano ibérico redobla los recuerdos en sonatas de tunas estudiantiles, en paradores blanqueados y notas al piano de Isaac Albéniz.
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