Rafael Fauquié: Estudios Generales

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Hace años escribí: “Finalizada la infancia, junto al tiempo de la adolescencia, el joven –generalmente de manera difícil y eventualmente dolorosa- descubre otro mundo: toscamente real, torpemente invasivo. Se produce, entonces, un choque entre ese reciente pasado infantil donde todo giraba alrededor de sus caprichos y un presente de azarientos espacios. Es el brusco contraste entre el imaginario de una satisfecha soledad irreal y nuevas imágenes de desafíos atolondrados, de rebeldías inútiles y de la absurda exigencia del joven de ser el centro de un mundo del cual lo ignora todo … Abundan en el tiempo juvenil la voluntad carente de norte o engañada sobre su norte, las jactancias gratuitas, la absurda multiplicación de retos insostenibles. Rodeado de quimeras, el joven busca y se busca sin cesar. ¿Qué precisa su voluntad temprana? Sin duda, menor dilapidación, y, sobre todo, una mayor permanencia a solas consigo misma … Creyéndose fuerte, el joven es débil porque depende excesivamente de su propia irrealidad. Si la lucidez lo hiciese afortunado, comprendería la necesidad de conquistar apoyos que contrarresten su inmadurez. Por lo pronto, deberá aprender a desconfiar de lo inmediato y repentino. Aceptar la valía de aquello que lentamente va consolidándose con firmeza en él. A distinguir como realmente valioso solo aquello que se prolonga, lenta y largamente, ante sus días”.

A la Universidad acuden jóvenes que comienzan a vivir, víctimas de mucha confusión, deudores de esperanzadores proyectos e ilusiones insatisfechas. Para el maestro se tratará de alentar en ellos una certera relación consigo mismos y con su entorno; de orientarlos, de formar su aún imprecisa personalidad, de enseñarles a conocer y a entender, de forjar en ellos un “yo” destinado a vivir y a convivir.

A comienzos de la tercera década del siglo XX, Ortega y Gasset publicó una serie de artículos a los que dio por título, Misión de la universidad. En el primero de ellos se formulaba esta sencilla pregunta: ¿qué debe un profesor enseñar a sus estudiantes? Para Ortega, todo en la enseñanza -como, de hecho, en cualquier cosa de la vida- debería relacionarse con un propósito de autenticidad. En el caso de la Universidad, autenticidad significa ofrecer aquello que ella está en la obligación de ofrecer: comunicación de saberes de vida y de convivencia a jóvenes que ya han dejado de ser niños, sin ser aún adultos formados -o deformados- por las experiencias de la vida.

¿Qué se debe aprender en la Universidad? ¿Qué debe ella enseñar? Ante todo, que ningún saber podría dejar de referirse a ese destinatario natural que es y será siempre el hombre, que es necesario identificar el porqué del conocimiento, que los espacios entre los saberes están destinados a reducirse cada vez más de la misma manera que están igualmente destinadas a aproximarse la finalidad de las respuestas, que el saber jamás podría apartarse de una razón ética y que el esfuerzo y el compromiso humanos para con el conocimiento deberían permear todas las comprensiones…

Ni todos los espacios universitarios son iguales ni tienen por qué tener los mismos objetivos. Y así como existe el tiempo de la especialización, cuando cada estudiante profundiza en esa rama profesional elegida por él, existe también, principalmente al comienzo de su formación, una etapa destinada a instruirlo en valores y principios que, moralmente, deberán acompañarlo por siempre. Es el momento de los así llamados “Estudios Generales”, destinados a hacerle entender la razón última de su educación, el porqué ético de sus conocimientos. De esta manera, tanto lo educación que forma al ser humano como la que forma al profesional, están destinadas a complementarse. Ambas son igualmente necesarias y ninguna universidad digna de tal nombre podría dejar de entenderlo así.

Estos Estudios Generales, muy estrechamente relacionados con lo tradicionalmente conocido como Humanidades o Estudios Humanísticos, son mucho más que saberes relacionados con temas específicamente académicos (literatura, sociología, historia…). Su intención está destinada a fomentar en el estudiante el conocimiento de sí mismo, a mostrarle su ubicación en el mundo, a transmitirle la necesidad de asumir un compromiso crítico para con su sociedad, a llevarle a distinguir la diferencia entre el ser de las cosas y el necesario deber ser de éstas…. Son saberes por completo ajenos a toda forma de sectarismo, de pensamiento  único, de ideologización. Son estudios amplios, necesariamente integradores. Propician preguntas que jamás deberían abandonarnos a los hombres. Aspiran a fomentar la tolerancia, a  promover la solidaridad, a identificar acciones y comportamientos con impostergables razones éticas.

Los seres humanos nos parecemos, somos más semejantes de lo que usualmente se cree. Suelen coincidir muchas de nuestras respuestas, de nuestras incertidumbres, de nuestras ilusiones. Nos conmueven y asombran cosas parecidas. Somos todos constructores de itinerarios y oteadores de rumbos convertidos en destino. Vivimos tratando constantemente de entender. Nos guían las memorias de nuestras experiencias y nos orientan también —o pueden hacerlo— experiencias ajenas descritas en voces donde distinguir razones nuevas o argumentos coincidentes con nuestros propios argumentos… Humanidad de esas palabras capaces de conducirnos hacia comprensiones personales, hacia la valoración de las cosas o el entendimiento de cómo muchas de ellas se relacionan entre sí..

En su novela El juego de los abalorios, Herman Hesse se refiere a la imposible enseñanza de ciertas verdades que solo podrían vivirse. ¿Sus palabras exactas? “La verdad se vive, no se enseña”. No estoy de acuerdo. Si algo pudiera caracterizar la acción de un buen maestro sería, precisamente, el esforzarse por transmitir a los estudiantes sus personales verdades; verdades humanas, vividas y creídas; y precisamente, por vividas y creídas, verdadera sustancia de esa educación por transmitir.

 

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