Al tiempo en que un ser humano ha sido destrozado a consecuencia de una explosión brutal – en Ucrania, en estos mismos instantes – la sangre se solidifica, el dolor se torna insufrible, y las preguntas lanzadas al cielo protector se convierten en muñones desgarrados y lagrimones ardientes.
El todopoderoso ser de cada una de las religiones existentes no posee respuesta ante ese ramalazo de pavor, y uno mismo, sobre nuestras propias letras apesadumbradas, debe deducir que estamos a la deriva bajo en el inmenso firmamento, lo que nos obliga a sentir espanto y congoja, mientras la impotencia nos consume a mordiscos ante los gritos de tanto dolor inconmensurable.
La brutalidad que ha venido para quedarse en nombre de unas creencias de raíces malévolas, es la demostración de que dentro del ser humano sigue privando la fiera engrillada que aún perdura en nuestros genes primogénitos.
La evolución de nuestra raza comentada en el “Origen de las Especies” de Charles Darwin, y los recientes estudios sobre nuestras cepas primates que alcanzan cinco mil millones de años, no han ayudado mucho. El hombre es un cernícalo sanguinario recreándose en las amarguras de sus semejantes.
Los procedimientos para desangrar y hacer daño al cuerpo y espíritu humano, han llegado a una extensión maligna asombrosa.
Desmembrar a seres humanos se ha transformado en una tarea sufragada en las fuliginosas neuronas de esos férvidos dirigentes bárbaros, al haber en ellos degradantes tendencias hacia el desgarro de cuerpos, a modo de ramalazos en la ablución brutal de sus cerebros.
En el presente primer año de los fuertes enfrentamientos entre Ucrania y Rusia, Vladimir Putin se coronó él mismo nuevo zar de Rusia, para seguir las huellas comenzadas en 1542, fecha en que Kremlin llegó a Siberia, acarició al océano Pacífico, cruzó el estrecho de Bering, y se hizo señor de Alaska, hasta creer que esa tierra helada era de irrisorio valor.
En el año 1867, siendo zar Alejandro II, se decidió transferirla a Estados Unidos por algo más de 7 millones de dólares de aquellos lejanos tiempos. Para los soviéticos fue un traspié.
Rusia es la nación más extensa del planeta en territorio, con más de 17 millones de kilómetros cuadrados. Una enormidad, y a pesar de su colosal tamaño, lleva unas décadas intentando controlar las naciones europeas cercanas a su zona de influencia: Ucrania es el ejemplo de ahora mismo.
A partir del final de la Guerra Fría hasta el conflicto actual con Kiev, la actitud europea ha estado impregnada por la creencia de que el Kremlin se iba a democratizar e incorporarse a las instituciones occidentales. Eso no ha sucedido aún, y posiblemente tarde un período largo para que acontezca.
Esta situación, y lo que termine aconteciendo en Kiev, será definitiva para saber o no, si llega el fin total de la guerra fría que tuvo su epicentro más inhumano en el muro de Berlín.
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