Adam Michnik: Zares y atamanes

Compartir

 

Vale la pena recordar estas palabras cuando vuelve a llamar a nuestra puerta, también en Polonia, la ‘historia desencadenada’. Así es cómo definió un escritor polaco (Gustaw Herling-Grudziński), la época de los dictadores del siglo XX, Hitler y Stalin.

Vladimir Putin, heredero mental de esos dos bandidos, invadió Ucrania con el objetivo de destruirla como estado soberano. Probablemente esperaba poder repetir la operación de anexión de Crimea, sin un solo disparo, una rápida conquista que incrementó enormemente su popularidad entre los sectores nacionalistas de la opinión pública rusa. Sin embargo, Ucrania ha respondido con una resistencia heroica y meditada, reviviendo el espíritu de su Revolución de la Dignidad de hace ocho años. Entonces, los rusos coreaban «Crimea es nuestra». Hoy no oímos a nadie cantar ‘Járkov es nuestro’.

Considero a Putin, al menos desde la guerra con Georgia, un gángster peligroso. Sin embargo, creía, como muchos, que este gángster sabría poner límites a sus fechorías. Esta vez resultó que el gángster Putin había perdido la capacidad de previsión. El ataque criminal a Ucrania resultó ser el mayor error, quizás suicida, de la historia de la Rusia de Putin. Putin no previó ni la resistencia ucraniana ni la fuerte reacción de la opinión pública del mundo democrático. Tras el fracaso de la acción relámpago, ahora asistimos diariamente a la destrucción de las ciudades ucranianas y a la cruel matanza de civiles indefensos. Desde luego, Joe Biden acertó al llamar a Putin carnicero.

Esta masacre espantosa tiene lugar al otro lado de la frontera oriental de Polonia, país que ha sobrevivido y tiene grabados en su memoria los regímenes de Hitler y de Stalin y que ha mantenido una relación complicada con el pueblo ucraniano.

Nuestra historia común, a menudo trágica y fratricida, es recordada de manera diferente por los dos pueblos. Existe un fuerte resentimiento antiucraniano entre los polacos, que están divididos en esta cuestión, y un fuerte resentimiento antipolaco entre los ucranianos, que también están divididos. La memoria de los polacos asesinados en Volinia durante la Segunda Guerra Mundial, constantemente evocada, se ha utilizado para avivar el sentimiento antiucraniano. Por el contrario, el recuerdo de la limpieza étnica del sureste de Polonia (la llamada ‘operación Vístula’) siempre ha excitado los sentimientos antipolacos entre los ucranianos.

Tras la Primera Guerra Mundial, Polonia recuperó su independencia después de 123 años de dominación extranjera, mientras Ucrania quedaba dividida entre Polonia y la Unión Soviética. Los ucranianos se sentían discriminados por el Estado polaco, y las autoridades polacas reprimían las aspiraciones independentistas ucranianas, que se manifestaban en ocasiones a través de actos terroristas. Fue un conflicto de intereses siniestro. El líder del nacionalismo radical ucraniano, Stepan Bandera, un político autoritario, prisionero del Tercer Reich en Sachenhausen, fue asesinado después de la guerra por un agente de la KGB. Al mismo tiempo, en la República Soviética de Ucrania, integrada en la Unión Soviética, Stalin comenzó una represión brutal de las aspiraciones independentistas del pueblo ucraniano, proceso que el régimen soviético continuó hasta 1989. La sovietización fue acompañada de la rusificación.

Posteriormente, la transformación poscomunista de Polonia y Ucrania acercó ambos pueblos, aunque a veces los distanciara. Los viejos demonios seguían acechando. Por lo general, permanecían dormidos, pero resurgían en ocasiones, cuidadosamente alimentados por los propagandistas del Kremlin.

Para entonces, era evidente en el Kremlin que los polacos, esos traidores a los eslavos, representaban un cuerpo extraño en el mundo soviético. Los ucranianos, en cambio, eran considerados por los dirigentes del Kremlin rusos ‘adolescentes’, inferiores y más débiles,. Según este punto de vista, la Gran Rusia y la Pequeña Rusia (Ucrania) debían formar una sola nación. Esta idea fue adoptada por gran parte de la intelectualidad rusa, incluidos los círculos demócratas. De ahí que Polonia haya conseguido vencer la resistencia del Kremlin y convertirse en miembro de la Unión Europea e incluso de la OTAN, mientras que los ucranianos –según el Kremlin– debían quitárselo de la cabeza.

En Polonia siempre ha existido un bando favorable a las aspiraciones ucranianas, que ha jugado el papel de embajador de los intereses de esta nación en Occidente. Sin embargo, también había un bando que se alimentaba de las memorias dolorosas de las relaciones polaco-ucranianas y que buscaba combustible político avivando el nacionalismo antiucraniano, habitualmente acompañado de eslóganes antieuropeos y una fuerte xenofobia.

Este segundo bando llegó al poder tras las elecciones de 2015. Desde entonces, las relaciones entre Polonia y Ucrania se han deteriorado, también los contactos con la Unión Europea han ido empeorando sistemáticamente. Se introdujeron nuevas consignas en la democracia postcomunista. Los medios de comunicación públicos se convirtieron en los medios del partido en el poder. Los servicios especiales se convirtieron en un instrumento de lucha contra la oposición. El debate político fue sustituido por las operaciones del aparato de seguridad y la fiscalía. El poder judicial quedó supeditado al ejecutivo. Mirando hacia atrás, podemos ver que se trataba de un golpe de estado sigiloso: la transformación paulatina de un estado democrático en uno autoritario. Un proceso similar se estaba consumando en ese momento en Hungría, y un poco antes, en la Rusia de Putin. Por eso en Polonia se habla a menudo de la putinización de Polonia, llevada a cabo por los políticos del equipo de Jarosław Kaczyński. Les gustaba Trump y no querían aceptar la elección de Joe Biden. Pretendían escribir una nueva versión de la historia de Polonia, según la cual nuestro país fue siempre víctima inocente de unos vecinos malvados y hostiles, entre ellos Ucrania. Escuchamos de la boca de estos políticos algunas opiniones sorprendentes, como que, tras las ocupaciones nazi y estalinista, había llegado el momento de la ‘ocupación por Bruselas’. Se dijeron estupideces inauditas, como la de exigir reparaciones a los alemanes por la Segunda Guerra Mundial, si bien no se exigieron reparaciones al Kremlin.

Al mismo tiempo, este bando, junto con el político italiano Salvini, simpatizante de Putin, Marie Le Pen, en Francia, y otros políticos de la extrema derecha antieuropea, formaron un bloque que pretendía debilitar a la Unión Europea y despojarla de los valores democráticos como el estado de derecho, los derechos humanos o la independencia de los medios de comunicación. Todo ello encajaba perfectamente con el modelo de Putin, del que los líderes del partido gobernante en Polonia también han tomado prestadas las palabras sobre una ‘patria que se levanta de sus rodillas’. Nuestro estado democrático se estaba convirtiendo en uno autoritario, donde el parlamento o los tribunales independientes quedarían reducidos a un mero decorado. Se habló de democracia no liberal y democracia soberana.

Un amigo ruso me señaló hace tres años que un estado autoritario suele convertirse, con el tiempo, en un estado totalitario. Los acontecimientos actuales demuestran cuánta razón tenía. La eliminación de los últimos medios de comunicación independientes en Rusia (Ekho Moskvy, Dozhd o Novaya Gazeta), así como el cierre de la asociación Memorial y la criminalización de toda la vida pública, son el trágico resultado del putinismo en acción. En Ucrania, este proceso está dando lugar a crímenes de guerra y a la rehabilitación de los métodos totalitarios de Stalin.

Todo esto está ocurriendo muy cerca de Polonia. Cientos de miles de mujeres y niños pequeños ucranianos han llegado a nuestro país, situación ante la que la sociedad polaca se comporta con extraordinaria nobleza. A veces tengo la impresión de que, de esta forma, nos libramos de la vergüenza por la actitud del Estado polaco hacia los desafortunados sirios, iraquíes o kurdos, que fueron atraídos por Lukashenko, el bandido bielorruso, y empujados a través de la frontera polaco-bielorrusa hacia el lado polaco, desde donde han sido devueltos –incluidas las mujeres y los niños pequeños– al frío, a los pantanos y no pocas veces a la muerte. Valientes activistas polacos han intentado ayudar a estas personas y han luchado para salvarlas, pero el Estado de Kaczyński, levantado de sus rodillas, no tuvo piedad. En cambio, es hoy la sociedad polaca la que está superando la prueba de hospitalidad y nobleza para con los ucranianos, bombardeados y asesinados. Lo único que se puede decir del gobierno es que no persigue a estas personas hasta los pantanos y el frío ni les cierra el paso con vallas de alambre de espino. Hasta ahí el mérito del gobierno de Kaczyński.

Hoy el bando de Kaczyński debe afrontar el fracaso de su política exterior. Una política, antidemocrática y antieuropea, hostil a los usos de un estado democrático –que se ha impuesto durante los últimos seis años–, debe dar paso a la restitución de las normas europeas. Está claro que Ucrania merece toda nuestra ayuda. Repitámoslo como un mantra: hoy todos somos ucranianos. Ucrania está luchando contra el intento de la restauración del imperio antidemocrático de Rusia. Este intento fracasará. Por lo tanto, es bueno que el gobierno de Kaczyński fomente las medidas en favor de Ucrania. Esta es, por cierto, la paradoja del putinismo polaco: al construir un estado putinista en casa, en su política exterior, el equipo de Kaczyński se ha aliado con la coalición opositora a Putin. Ya había ocurrió una vez: durante la Segunda Guerra Mundial, los políticos profascistas polacos no colaboraron con el Estado de Hitler, sino que formaron parte de la conspiración antinazi. Murieron por balas, en cárceles y gulags, pero eran, a pesar de todo, fascistas. Sin duda, Kaczyński desea sinceramente la derrota de Putin y, a su manera, es un patriota polaco. Aunque supongo que le gustaría ser como Putin, porque su manera de ver la política y la condición humana es similar. Y, al igual que éste, cree que se puede asustar o sobornar a cualquiera.

La guerra de Ucrania nos hace recordar la dimensión moral de la política. El presidente Joe Biden lo expresó muy acertadamente en su discurso de Varsovia. También nos lo ha recordado Putin, haciendo patente el vínculo indisociable entre la mentira y la violencia. Este cruel carnicero no solo está destruyendo Ucrania; también está destruyendo Rusia, arrasando con toda su sensatez y nobleza. Sin duda, Rusia pagará el precio de esta guerra durante mucho tiempo, ya que se consolidará su estereotipo como estado y nación de esclavos y torturadores. Corresponderá a la cultura rusa combatir este estereotipo.

Putin ha prohibido el uso de la palabra ‘guerra’ para referirse a los bombardeos y asesinatos en Ucrania. Al parecer, la mera idea de una Ucrania independiente le enfurece. Un colega ruso me dijo que la contribución de Putin a la cultura rusa será cambiar el título de la famosa novela de León Tolstoi, ‘Guerra y paz’, por ‘Operación especial y paz’. Una Ucrania independiente, embarcada en un proceso de desarrollo racional, es un presagio de muerte para el putinismo en Rusia. Y es lo que la Rusia racional y libre debería desear.

Estas son las travesuras de la historia desencadenada. (ABC) – Escritor y editor de ‘Gazeta Wyborcza’.

 

Traducción »

Sobre María Corina Machado