Gustavo Coronel: Segundo viaje a Serendipia

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Después que Horace Walpole acuñó la palabra “serendipity”, serendipia, en el siglo XVIII, permaneció poco utilizada durante casi un siglo y pasó a convertirse en una palabra predilecta del mundo científico durante el siglo XX, para designar aquellos descubrimientos que han sido hechos fuera del ámbito de la investigación planificada, ayudados por razones esencialmente fortuitas. En un discurso pronunciado en la década de 1950 ante la Academia de Ciencias Naturales de los Estados Unidos, el Dr. Irving Langmuir dijo: “Deseo darles mi propia definición de serendipia: “Es el arte de derivar un beneficio de lo inesperado”

Esta nueva definición de serendipia hecha por este científico, más de 200 años después de que Horace Walpole la definiera por primera vez, ha encontrado un fuerte eco en mi propia experiencia. Para el Dr. Langmuir lo más importante de la serendipia no era tanto la ocurrencia del hecho fortuito sino su aprovechamiento, el poder derivar de ese hecho fortuito un beneficio, individual o colectivo.

El caso de la penicilina, el cual mencioné en mi viaje anterior a Serendipia, ver: http://lasarmasdecoronel.blogspot.com/2021/12/viajes-por-serendipia.html es ilustrativo.

Alguien no debidamente entrenado para saber lo que había ocurrido en el laboratorio del Dr. Fleming, es decir, que había surgido por azar un hongo que inhibía el crecimiento de los estafilococos, hubiera simplemente botado la muestra que contenía el hongo fortuito, pensando que “se había contaminado”. Pero Fleming comprendió el significado monumental de aquel producto del azar e hizo contacto con colegas que lo ayudaran a aislar el hongo benéfico y a comenzar a producirlo, para el consumo masivo de lo que se llamó penicilina.

Cuando tenía unos nueve años me sucedió algo inesperado, cuyo espíritu pude interpretar correctamente y que causó un impacto decisivo sobre mi ética personal, impacto que duraría por toda la vida. Como en el caso anterior la autora de la intervención inesperada fue mi madre.

II El día que mi madre me imprimió la honestidad en la frente

Pescando sardinas

Era un bello día en Los Teques, brillaba el sol y me acariciaba el viento. Ese día se me presentó la oportunidad de desviar mi ruta usual hacia la escuela para irme con mi amigo Roberto, unos dos años mayor que yo, a quien llamábamos “Garabato”, a pescar sardinas en la Quebrada de la Virgen. Decidimos no ir a clases y jubilarnos, algo que yo no había hecho nunca antes pero que – en el momento – me pareció una excelente alternativa. Armados con unas botellas de boca ancha nos fuimos a pescar, aunque, realmente no era una pesca, puesto que las sardinas eran muy pequeñas para comerlas. Simplemente las veíamos entrar en las botellas y luego las dejábamos ir. Disfrutamos de quitarnos los zapatos y entrar hasta las rodillas en el agua fría de la quebrada e imaginarnos, quizás, que estábamos buscando oro en el Yukón, mientras hablábamos de todo un poco.

Unos días después de esta agradable experiencia en contacto con la naturaleza mí madre y yo caminábamos por Los Teques cuando, frente a la iglesia, nos encontramos con mi maestra, a quien llamaban La Negra Martínez y de quien, por cierto, yo estaba profundamente enamorado.

“Hola, Filomena”, la maestra saludó a mi mamá. Y agregó: “Hola, Gustavo”, viéndome con ojos que se me antojaron dolidos. Y, sin mucha pausa, le dijo a mi madre: “Sabes, Filo, que Gustavo no estuvo en clases el jueves pasado. Se jubiló”.

Yo debo haberme puesto muy pálido, a juzgar por lo mal que me sentí al oír ese reproche, sobre todo porque era cierto. Y me preparé para lo peor, porque dejar de ir a clases era visto como una falta mayor.

Mi madre hizo una pequeña pausa y cuando respondió, viendo a mi maestra directamente, sus palabras fueron totalmente inesperadas. Le dijo: “Negra, estoy segura de que estas equivocada. Mi hijo nunca se jubilaría”.

Y continuó caminando, conmigo a su lado.

Durante el regreso y después, en la casa, nunca cruzamos palabra alguna sobre este intercambio. Ni ese día ni nunca. Por parte de mi madre no hubo jamás algún intento de explicación. Ni yo jamás la pedí. ¿Por qué no la pedí? Al principio, por temor y por vergüenza. Luego, porque llegué a comprender lo que había sucedido.

Aunque mi madre tiene ya 50 años de muerta y yo soy un anciano, apenas lleno de dulces recuerdos, aún tengo en mis oídos sus palabras, el sonido de su voz, vigorosa, diciéndole a la Negra Martínez que yo jamás había hecho lo que yo había hecho.

Como resultado de este encuentro, que no sé si fue orquestado por estas dos mujeres a quienes yo amaba, o fue el producto de un supremo acto de confianza de mi madre en lo que yo iba a ser: nunca me he jubilado de nuevo.

Y cuando digo que no me he jubilado, lo digo en su sentido más extenso, es decir, nunca he podido hacer algo que fuese deshonesto, que contrariase la rotunda confianza de mi madre en mi rectitud. No he robado, no he traicionado mis principios, he procurado ser siempre digno de aquel acto de confianza suprema que recibí a los nueve años. Debo admitir que, en un par de ocasiones de naturaleza sentimental, estuve cerca de desviarme del camino que ella me definió con tanta claridad. En ambas ocasiones encontré contrapartes nobles e inteligentes, dotadas de una gran madurez emocional que me mantuvieron sobre mis rieles.

Cuando apenas tenía nueve años mi madre me puso en la frente, para siempre, el sello de la honestidad. Ello fue un acto muy arriesgado por su parte, el cual pudiera haberle salido muy mal, si yo hubiera pensado en interpretarlo como un pasaporte a la impunidad. Pero, no fue así. Creo que mi madre decidió que ya me conocía lo suficientemente bien como para darme ese enorme voto de confianza que yo vi, desde entonces, como mi brújula moral.

Siempre pensamos en las madres como dulces y bondadosas. Pero puedo dar fe de que, además de esas virtudes, también son de hierro a la hora de inculcar principios.

 

Traducción »

Sobre María Corina Machado