Ibsen Martínez: La hora del flaco Sanabria

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Un dictador venezolano, un general del Ejército, un sujeto ovoide y despreciable, fue derrocado en 1958 por una insurrección militar orquestada por intrépidos, curtidos políticos de centroizquierda, hoy legendarios.

Aunque yo aún era niño, recuerdo a mis viejos, a mis tíos y primos, a Caracas toda, zarandeados por lo que la parla marxista llamó luego “auge de masas”. Recuerdo a los líderes políticos de los partidos democráticos saludando desde la escalerilla del avión, al regreso del exilio, porque los noticiarios de cine y la tv no paraban de mostrarlos. Muy especialmente recuerdo a Graciela Figueroa, una muchacha muy bella, vecina nuestra, que había sido alumna de mi madre en la escuela municipal “Panchita Adrianza.”

Por aquellos días, Graciela ya era veinteañera y frecuentaba con su novio nuestra casa, junto con una panda de muchachos y muchachas que lucían con mal disimulado orgullo brazaletes con las letras “FU” en color azul, las siglas del Frente Universitario.

En aquellos días de enero del 58, apenas derrocada la dictadura y disuelta ya su odiada policía política, la Universidad Central Venezuela volvía a ser centro neurálgico de la vida caraqueña. La Ciudad Universitaria, un prodigio arquitectónico construido en terrenos de lo que había sido una hacienda de caña en mitad del valle de Caracas, se convirtió en el corazón de la ciudad.

Al tiempo que una junta provisional de gobierno se esforzaba febrilmente en organizar las elecciones que devolverían al país a su cauce civil y constitucional, los chamos del FU se ocuparon, bien que solo por pocas semanas, de restituir el orden en muchos sitios de la ciudad. No eran un cuerpo armado, desde luego, pero los estudiantes habían sido la vanguardia de la insurrección callejera y su sola presencia infundía en la gente no solo respeto. También confianza ciudadana.

Derrocar a Pérez Jiménez costó cerca de 300 vidas caraqueñas. Muchos de quienes fueron muertos mientras enfrentaban en las calles a la policía del dictador pertenecían a la primera generación de marginados que durante los años cincuenta llegaron a Caracas desde todas las regiones del país. La cruel paradoja de la abundancia petrolera se apreciaba a simple vista.

Pese al boom exportador de crudo de los años 50, avivado por la crisis de Suez, en Venezuela había mucha hambre. Las arcas públicas habían sido saqueadas por el dictador y sus secuaces y el gobierno provisional hubo de tomar medidas de emergencia. La falta de recursos públicos era casi absoluta. Recuerdo que el FU destacó a Graciela para que, con sus compañeros, preservaran el orden en el Comedor Popular de la Manzana K de Prado de María. Era crucial impedir los saqueos.

Mi vieja había cedido a Graciela y sus panas un “cuartico de desahogo” que había en casa donde coordinaban su trabajo y restauraban fuerzas. Fue durante una de las meriendas que mamá organizaba para ellos que escuché por vez primera nombrar con admiración al doctor Edgar Sanabria, conocido entonces en toda Venezuela como “el flaco Sanabria”.

El presidente de la junta de Gobierno había renunciado para participar como candidato en las presidenciales del diciembre del 58 y hubo acuerdo entre las fuerzas democráticas para que el doctor Sanabria lo supliese.

El flaco Sanabria fue, pues, presidente provisional del país aunque hasta hacía pocas semanas fuese una persona absolutamente desconocida por el público. Tristemente, aún hoy lo sigue siendo.

Sin embargo, no exagero si digo que aquel abogado de pocas palabras, respetado profesor universitario, salvó a Venezuela de un descalabro político. Lo logró sin ruido, concentrándose en hacer su trabajo: llevar ordenadamente al país a una elección presidencial, conseguir el dinero necesario para que la administración pública no colapsara por completo y abrir cauces a convivencia ciudadana. Y debía hacerlo todo en cosa de diez meses. Nada menos.

Lo primero que hizo fue poner en ejecución una ley de impuesto especial, aprobada durante el gobierno constitucional de Rómulo Gallegos —a quien Pérez Jiménez había derrocado en 1948— y que impuso a las compañías petroleras extrajeras la norma del fifty-fifty. Las cuentas comenzaron a cuadrar.

Otra medida del providencial flaco Sanabria fue promulgar la autonomía universitaria que traía consigo provisiones presupuestarias que, en las décadas que siguieron, contribuyeron a hacer de la educación superior pública venezolana una de las mejores del continente. Esto tuvo un efecto vivificante en todo el ámbito educativo nacional muy difícil de medir en términos de ascenso y mejoración social para generaciones enteras de venezolanos.

Muchas otras cosas hizo aquel hombre a quien un indócil mechón dificultaba leer sus breves discursos que invariablemente traían buenas noticias. Con espíritu noblemente ciudadano dictó una medida invalorable en la preservación del ambiente de la ciudad al convertir en Parque Nacional al majestuoso cerro del Ávila y la cadena de elevaciones que lo rodean y separan a Caracas del mar. Fue visionaria aquella medida pues la voracidad urbanizadora amenazaba con tragarse la Cordillera de la Costa.

Cuando, en marzo de 1959, el flaco Sanabria impuso la banda presidencial a Rómulo Betancourt, dio por terminado su fructífero interinato. Ocupó entonces, con tino y decoro admirables, cargos diplomáticos y de consejería. Es poco lo que Google recupera de su vida privada. Falleció en 1989.

Las tropelías de Nicolás Maduro contra todo lo valioso y digno de preservar que dejó la etapa democrática que nuestra historia republicana registra entre 1959 y 1998 prometen ahora “salvar” la Universidad Central nombrando a dedo autoridades liquidadoras de su autonomía y otorgando en concesión el Ávila a sus socios y testaferros.

Todo ello, sumado al desolador espectáculo que ofrece la ruindad de la clase política opositora venezolana me lleva a compartir la melancolía de echar mucho de menos tipos como el flaco Sanabria.

 

Traducción »

Sobre María Corina Machado