En su libro La crisis de la educación Hanna Arendt hace esta afirmación: “las prácticas profesionales en las universidades, aunque tienen algo que ver con educación, son, ante todo, un espacio de especialización”. En lo personal, pienso que el papel de una universidad es mucho más amplio que ser solo un “espacio de especialización”. Existen en ella diversas etapas asociadas a diferentes propósitos. Su tiempo no es homogéneo. El joven que comienza sus estudios debería comenzar por recibir orientación, conocimientos destinados a relacionarlo consigo mismo y con su entorno.
A comienzos de la tercera década del siglo XX, Ortega y Gasset publicó una serie de artículos (que recogería luego en un libro) a los que dio por título, Misión de la universidad. En ellos comenzaba formulándose esta pregunta: ¿qué debe un profesor enseñar a sus estudiantes? ¿Su respuesta? Enseñarles a vivir, transmitirles ideas para comunicarse consigo mismos y con ese tiempo que es el suyo, comunicarles verdades encargadas de relacionar diversos aspectos de su humana existencia. Para Ortega, absolutamente todo en la enseñanza (como, de hecho, en todas las circunstancias de la vida) debía relacionarse con un esencial propósito: la autenticidad.
En el caso de la Universidad, autenticidad significaría ofrecer aquello que ésta puede y debe dar. Entre otras cosas: la comunicación de saberes de vida y de convivencia a jóvenes que han dejado ya de ser niños y no son aún adultos formados -o deformados- por experiencias e influencias.
Existen diferentes momentos en el tiempo universitario; y en sus comienzos, ese tiempo debería, sobre todo, proponerse enseñar al joven a vivir junto a razones éticas relacionadas con su existencia como individuo y como ser social. Enseñarle valores relativos a su humanidad -autenticidad, plenitud, coherencia, sensibilidad social- y, a la vez, transmitirle que no está solo en el mundo, que participa en él, siempre obligado a responder a los desafíos que nunca cesarán de rodearlo.
Muchos de los comentarios de Ortega iban dirigidos a resaltar la distancia entre distinta formas de conocimiento. Ningún saber -dice Ortega- podría nunca dejar de convertir lo humano en un fin. “Uno de los males universitarios -concluye- ha sido entregar las cátedras a los investigadores, los cuales son casi siempre pésimos profesores, que sienten la enseñanza como un robo de horas hecho a su labor de laboratorio o de archivo”.
En sus reflexiones Ortega reclama una mayor presencia de maestros capaces de orientar a sus estudiantes a partir de razones éticas. La educación universitaria -dice- jamás debería olvidar la necesaria formación humana de sus estudiantes; y, para ello se requieren maestros, pedagogos y no únicamente investigadores. Un excelente investigador puede ser un muy mal maestro. Y concluye Ortega: validar la investigación es importante, pero no lo es menos validar el papel del maestro como un genuino formador de sus estudiantes.
La sacralización de la investigación está muy directamente relacionada con un fenómeno muy extendido en la Universidad de nuestros días: la imposición de un lenguaje científico que todo lo refiere a lo inapelable, lo exacto, lo único y definitivo; lenguaje que pretender nombrar siempre desde la óptica de una razón que olvida que en el universo humano existen muchas y muy diversas razones al margen de la ciencia. El maestro que dialoga con sus estudiantes debe comenzar por reconocer en sí mismo esa voz que mejor alcance a relacionar esos saberes que se propone transmitir, esas verdades que desea compartir. La pretensión de exactitud o irrefutabilidad hace imposibles muchas disquisiciones y curiosidades. Disecciona, reseca argumentos y verdades.