Conócete a ti mismo, por Mariano Nava Contreras

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– Dime, Eutidemo, ¿has ido alguna vez a Delfos?
– He ido dos veces, ¡por Zeus!
– ¿Leíste entonces en algún sitio del templo la inscripción “Conócete a ti mismo”?
– Sí.
– ¿Y no te preocupaste más de la inscripción, o prestaste atención e intentaste examinar cómo eres?
Jenofonte, Recuerdos de Sócrates, IV 2, 24

Desde la ladera sur del monte Parnaso, ya casi a punto de entrar en la ciudadela, el peregrino mira hacia abajo. El largo recorrido desde la costa no le parece ya tan largo ni tan extenuante como cuando lo inició en la madrugada y solo podía adivinar la empinada cuesta rodeada de olivos. Ahora que es casi mediodía y ha recorrido los casi sesenta estadios (unos 10 kms.) que separan el Golfo de Corinto del Santuario de Delfos, puede mirar desde alguna eminencia del sendero el olivar en toda su extensión, la franja azul y estrecha a lo lejos, y más allá las oscuras colinas del Peloponeso. A la derecha continúa el valle ventoso y profundo, y por delante la mole inmensa del Parnaso con sus fuentes frescas y sus bosques de laurel, en cuyas faldas se esconde la entrada del santuario. No está cansado. La excitación no lo deja. Camina el trecho que aún lo separa de la entrada sencilla y monumental a la vez. Así que este es el ómphalos, el ombligo del mundo donde comenzó la creación del kósmos inefable que canta Hesíodo, el lugar donde Apolo aniquiló a la serpiente Pitón. Se detiene un momento y musita una oración al dios. Entonces franquea la amplia puerta y comienza a subir por la Vía Sagrada, la Ierós odós que serpentea la ladera entre tesoros y estatuas, los exvotos imponentes que potentados y gobernantes han ofrendado, agradecidos, al dios rubio y flechador. Le acompañan gentes de todos los acentos griegos y hasta bárbaros. Por estos días de finales de primavera el santuario está a reventar.

No es la primera vez que viene a consultar al oráculo. Sabe lo que habrá a continuación. Mañana debe verse con la Pitia y entregarle los presentes de parte de la ciudad. Después esperará el día señalado, cuando traigan la cabra blanca para echarle un cubo de agua helada de la fuente Castalia. Si la cabra se estremece es porque el dios es propicio para decir el oráculo. Entonces sacrificarán a la cabra y el peregrino se verá con la Pitia sentada junto al trípode en el sitio sagrado, allí donde brotan los gases que expelen las entrañas de la tierra. Ella entrará en trance y él tendrá que memorizar todo lo que ella diga, exactamente, letra por letra, punto por punto. Pero mejor no hacerse expectativas con un dios tan caprichoso. Por lo pronto, el peregrino sigue su ascenso hasta el templo de Apolo para llevar una ofrenda familiare: la cítara que su padre dejó al morir. Se detiene justo a la entrada y lee sobrecogido, como las otras veces, la desconcertante inscripción grabada en letras doradas y capitales: ΓΝΩΘΙ ΣΑΥΤΟΝ, GNÔTHI SAUTÓN, “conócete a ti mismo”.

Desde entonces a menudo piensa en su significado. Desde que la leyó por primera vez, en las más disímiles (y a veces inoportunas) circunstancias, la frase vuelve una y otra vez, como esos amigos impertinentes que suelen visitarte cuando menos te lo esperas. “Conócete a ti mismo”. Le pareció el colmo de la ironía –una ironía muy griega, por cierto- que después de un largo viaje, penoso y arriesgado, solo para conocer el futuro, para saber si el dios secunda o no una decisión trascendental en la que suele estar en juego la vida de mucha gente, una inscripción viniera a decirte que debes comenzar por conocerte a ti mismo, que no vale de mucho indagar y consultar, y menos a los dioses, si no has comenzado por intentar preguntarte a ti mismo, por indagar en tu propio interior. Como si la frase, justo a la entrada del mayor templo de Delfos, quisiera advertirte de que quizás, muy posiblemente, el largo viaje hasta aquí ha sido innecesario e incluso inútil. Que quizás no debiste siquiera salir de casa. Pero así son los dioses, caprichosos, siempre dispuestos a burlarse de los mortales.

Como alguien hizo antes, como dicta la lógica, comenzó por indagar entre los que saben. Preguntó a los filósofos del ágora y aún pudo comprar algunos libros. Algunos de los que abordó le decían que la máxima era del viejo Heráclito, autor, qué duda cabe, de tantas frases oscuras. Otros que de Pitágoras y aun de Tales o Solón el Sabio, como cuenta Platón en el Protágoras, si bien la gente común pensaba que la máxima siempre había estado allí, desde los tiempos en que Apolo había picado en trocitos a la gran serpiente. Ciertos autores, como Platón en el Alcibíades, decían que la frase había sido inventada por Sócrates el ateniense –últimamente todas las frases geniales se las endilgaban a él-, eso antes de que su amigo Querefonte hubiera preguntado a la Pitia quién era el hombre más sabio y la Pitia le hubiera dicho que era el mismo Sócrates. Le pareció gracioso que la Pitia hubiera dicho que el hombre más sabio era precisamente uno que decía que no sabía nada. ¿Era que acaso alguien como Sócrates ni siquiera se conocía a sí mismo? La conclusión era obvia: entonces no hay sabios. ¿Cómo podía el dios burlarse de ese modo? Leyó también el diálogo entre Sócrates y Eutidemo contado por Jenofonte en los Recuerdos de Sócrates, cuando el maestro demuestra al joven e inexperto discípulo que, aunque cree conocerse a sí mismo, en realidad no es así. Entonces Eutidemo se marcha descorazonado, reconociendo, “en su propia estupidez”, que ciertamente no sabe nada.

Como todo el mundo, el peregrino un día se cansó de pensar, de dar vueltas y vueltas a aquella breve frase. Como todo el mundo, un día finalmente supo que moriría sin saber exactamente lo que aquellas dos palabras significaban y se resignó con alivio. Sin embargo, siempre le acompañó la sospecha de que comportaban un compromiso ético que iba más allá de la sola búsqueda interior, que encerraban una actitud que trascendía la propia consciencia, una responsabilidad que partía del individuo para reflejarse en la polis: una responsabilidad política. La dimensión social del autocontrol y de la búsqueda de la virtud. Que conocerse a sí mismo era un problema más allá de sí mismo.

Aquellas dos palabras le habían hecho pensar tanto y tanto durante tantos años, antes de llegar a la liberadora conclusión de que nunca llegaría a ninguna conclusión. Y sin embargo, le habían suscitado unas sospechas que habían conseguido cambiarle la vida.

 

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Sobre María Corina Machado