Luciana Castellina: El Partido Comunista Italiano

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El partido-país y las reservas inexploradas del genoma Gramsci

Me lo pregunto: ¿hay algún otro partido en Italia, aparte del Partido Comunista Italiano (PCI), que, en uno de sus aniversarios —100 años señalan todo un siglo, pero hasta 50 o 20 años son habitualmente ocasión de celebración — haya sido recordado tan coralmente en todo tipo de medios de comunicación? La televisión, la radio, los periódicos, las revistas, y no sólo los italianos, considerando las entrevistas solicitadas desde medios extranjeros, y luego por institutos históricos y no históricos, círculos, redes, centros y todo lo demás. Creo que ya solamente esto basta para decir mucho acerca del Partido, no hacen falta ensayos eruditos de los especialistas.

Para mí, la mejor de las explicaciones sucintas que se han dado del fenómeno es la que, tras haber indagado en nuestro país, por el que se mostraba muy curioso, vino a dar Jean Paul Sartre: “Ahora lo comprendo”, declaró, “¡el PCI es Italia!” Lo que quería decir es que este partido no era una vanguardia separada, sino un cuerpo mezclado con la misma sangre, las mismas emociones, comportamientos, recuerdos del pueblo italiano. No era un organismo extraño.

No “el pueblo” per se, entendámonos, como les gustaría oír a aquellos, unos cuantos, que en años recientes se han prendado del llamado “populismo de izquierdas”. Pues esta coincidencia entre partido y país no se estableció por medio del nombre de un líder en el que se confíara, sino, por el contrario, de un partido militante, y por lo tanto, de un organismo colectivo que ese pueblo había contribuido a transformar de súbdito en ciudadano, un sujeto orgulloso de su papel, porque se sentía parte de un gran movimiento que iba transformando el mundo.

Cuidado, no se trata sólo de palabras. Si vuelvo a pensar en el Partido en mi ciudad, en Roma — que es la razón por la que hablo partiendo de la experiencia real y no desde ningún adoctrinamiento — todavía recuerdo con gran emoción a ese subproletariado urbano que aprendió gradualmente a afirmarse y hacerse valer. Y que estaba orgulloso. Pero, por otro lado, si se vuelve a pensar en muchos de los textos de Pasolini, o en las películas neorrealistas de los primeros 50, o, nuevamente, en las obras de Ascanio Celestini, ¿no es cierto que se encuentra siempre uno de esos personajes del pueblo llano, que se debate en la pobreza, que mantiene su carnet del PCI entre sus posesiones más preciadas? Y entre ellos, muchas mujeres.

Por esta razón llegó el Partido a una cifra de miembros — dos millones— que resulta única en Occidente, y por eso fue capaz de resistir la intimidación, discriminación, excomunión y represión que caracterizaron los obscuros tiempos de la Guerra Fría.

¿Eran ilusiones? Eran esperanzas que la gente trataba de convertir en realidad, y no es cierto, ay, que todo acabase en nada. Sin esa subjetividad que producía ese empeño, no se habrían obtenido, aun desde la oposición, todas las reformas mejores conquistadas en nuestro país.

Y esas es la razón por la que, cuando la gente me pregunta por qué, a cien años del nacimiento del PCI, me considero comunista, respondo: en primer lugar, por la historia de los comunistas italianos, incluidos, por supuesto, los comunistas de il manifesto y del PDUP, que lo enriquecieron con su aportación.

Pese a algunos errores graves, fueron los únicos que trataron de iniciar ese largo proceso que podría haber llevado también en Occidente a la construcción de una sociedad alternativa.

No tuvimos éxito, lo sé: hoy, la izquierda se encuentra en Italia en una situación desoladora. Lo más grave: estamos celebrando cien años del nacimiento de un Partido que lleva treinta años muerto. Lo primero que deberíamos hacer durante la celebración de este centenario es empeñarnos en llevar a cabo esa reflexion colectiva crítica (para evitar autoindulgencias), siempre anunciada y nunca de verdad alcanzada.

A buen seguro, no voy a iniciarla yo con un artículo de periódico, evidentemente. Sin embargo, puesto que esta celebración ha planteado una vez más, como resulta natural, la interrogación de siempre —¿qué sigue siendo válido todavía de la experiencia del PCI?—, también yo, como todo el mundo, me siento obligada a dar una respuesta a la gente joven que, aunque es en su mayoría consciente de la importancia histórica de este partido, piensa que no tiene ya nada útil que enseñar. También para dar respuesta a ello haría falta en realidad una respuesta concienzuda, pero me parece que se puede decir una cosa sin riesgo de equivocarse: que deberían poner por fin en funcionamiento el “genoma de Gramsci”, que nos ha protegido hasta ahora, pero que tiene todavía reservas inexploradas que aprovechar.

Sobre todo en dos cuestiones. La primera, su idea del Partido, la hipótesis que nos permitiría finalmente superar la diatriba entre quienes argumentan en favor de la necesidad de hacer de él el instrumento que, desde el exterior, aporta la consciencia, y los que quieren confiar, por contra, en la espontaneidad del movimiento mismo. Es decir, la idea gramsciana del Partido como “intelectual colectivo”, comprometido con reducir gradualmente la distancia entre dirigentes y dirigidos, y que construye la consciencia entre todos. Si los miembros del PCI han sido partícipes en primera persona durante tanto tiempo en la vida política de nuestro país es porque, al menos en parte — e incluso en las primitivas condiciones del periodo de postguerra —, se ha trabajado en este proyecto.

Y se necesita todavía a Gramsci, debido a lo que él mismo, y con él todo el grupo jovencísimo de Ordine Nuovo, llevaron adelante en la realidad concreta del Turín posterior a la I Guerra Mundial, en la que trataban de experimentar las hipótesis consejistas que habían teorizado no sólo las corrientes minoritarias del movimiento obrero, sino el mismo Lenin (por ejemplo, en El Estado y la Revolución). Dicho de otro modo, para crear, junto a otras formas organizadas de democracia — que hoy denominaríamos el modelo de democracia representativa—formas de democracia directa, expresada en movimientos de lucha que consolidan y proponen asumir la gestión directa de partes de la sociedad, recuperando gradualmente la posesión de un poder que ha sido — por citar a Lenin—“expropiado por el Estado”. Todo con el fin de forjar los instrumentos para reducir la autorreferencialidad de los partidos y la arrogancia del Estado.

En los primeros y extraordinarios años de la década de los 70, con los Consejos de Fábrica y luego los de zona, fue precisamente este modelo el que se propuso una vez más en las fábricas, en las que la lucha había concedido vida y formas reales de poder. Experiencias que, por desgracia, el PCI no entendió y despotenció, como hizo, por lo demás, con todo el 68. Hoy esas fábricas están casi desaparecidas, pero este modelo podría ser incluso más fructífero en relación a los territorios en los que aparecen entrelazados sujetos sociales fragmentados y diversos, expresiones de contradicciones no homogéneas. Los consejos podrían convertirse en organismos de reunificación semejantes a los “sindicatos de calle”, de los que hablaba Maurizio Landini en su primer discurso como secretario general de la CGIL.

 

Traducción »

Sobre María Corina Machado