Los entretelones del regreso de Alexei Navalny ya son conocidos. Todo era de prever, incluyendo el arbitrario arresto. Navalny sabía adónde iba: a la misma boca del lobo. Sin embargo, su regreso a Rusia era políticamente inevitable.
Después de todo, la vida en las cárceles de Rusia la conoce Navalny como a las palmas de su mano. Difícil será que Putin mande a asesinarlo por segunda (o tercera) vez. Por lo menos no tan pronto. Calculando de acuerdo a la regla costo-beneficio, los costos podrían ser muy altos para el autócrata ruso.
El hecho es que en Alemania, Navalny no tenía mucho que hacer. Desde hace más de un decenio su destino está ligado a dos naciones, la jurídica: Rusia, y la de su padre: Ucrania. A la segunda la considera indivisible con respecto a Rusia. Muchos no entienden su posición, pero es la misma que tiene un español unionista frente al independentismo catalán o vasco. La diferencia es que la independencia de Ucrania ya se consumó y Navalny terminó por aceptarla. Por el momento al menos.
Navalny es un político complejo pero no contradictorio. Complejo, porque sus tendencias nacionalistas no son muy bien entendidas en el exterior, pero sí en Rusia. Precisamente ese nacionalismo es una piedra en un ojo del putinismo. Pues a diferencias de Putin que propaga un nacionalismo populista, el de Navalny es, o quiere ser, un nacionalismo constitucional. Por eso Navalny ha ligado su idea de Rusia como nación con el respeto a los derechos humanos, acentuando el derecho a la libre expresión.
Putin quisiera seguramente tener como enemigo a un occidentalista cosmopolita como son la mayoría de los miembros de la oposición, pero no a otro nacionalista. Frente a ese “otro nacionalismo” su discurso se descompone. Navalny –ahí esta el peligro para el ex miembro de la KGB– puede penetrar en las propias filas del putinismo. Más todavía si se tiene en cuenta que el principal objetivo de Navalny no es tanto la persona de Putin sino la lucha en contra de la corrupción. Navalny, efectivamente, tiene puesto el dedo en la llaga de la estructura de poder, una enredada madeja que solo Putin conoce desde arriba, formada por mafias de todo tipo, agentes secretos, grupos de choque, equipos internéticos, delatores y matones.
Gracias a la lucha anti-corrupción, Navalny logró hacer desaparecer del mapa político al segundo de Putin, su perro faldero y ex-presidente Dimitri Mevdeved, como también al jefe de la guardia nacional Victor Solotov. Su página Web “Ros Pil” se ha especializado en denuncias que desmienten la integridad moral del régimen, tanto hacia fuera como hacia dentro del país. No fue casualidad que el envenenamiento a Navalny hubiera ocurrido justo cuando este se había hecho de múltiples denuncias sobre casos de corrupción en Siberia.
Pero la estrategia basada en la lucha en contra de la corrupción no es solo moralista. El objetivo de Navalny es canalizarla a través de vías electorales. El líder opositor ha ido aprendiendo que a lo que más teme Putin es a verse obligado a cometer fraudes que después puedan ser denunciados. Así lo hizo Navalny después de haber alcanzado un 27% en las elecciones de 2013 cuando se postuló como alcalde de Moscú. Sus denuncias le trajeron meses de cárcel.
La estrategia del “voto inteligente” elaborada por Navalny ha dado resultados. Esta consiste en apoyar en cada lugar a los anti-putinistas con más posibilidades de ganar, sea un religioso ortodoxo o un comunista. No importa. Lo importante es que no sea putinista. Para algunos observadores, una estrategia inteligente aunque carente de valores éticos. Para Putin, en cambio, muy peligrosa. Navalny es uno de los pocos líderes en condiciones de articular un frente nacional opositor que arranque votos al oficialismo.
Putin necesita de una legitimación que debe sostenerse sobre la mayoría absoluta. Las mayorías relativas no sirven a su proyecto dictatorial. Hasta ahora Putin ha conseguido esa mayoría absoluta gracias a una estrategia que contempla soborno, intimidaciones, y sobre todo, divisiones en la oposición. La vía del “voto inteligente” es un peligro que deberá aventar, aunque sea recurriendo al clásico método de la eliminación del adversario, tantas veces practicado por sus esbirros. De ahí que las elecciones parlamentarias de septiembre del 2021 -cuya campaña comenzará mucho antes- serán un duro encuentro, tanto para Navalny como para Putin.
En esa confrontación, Navalny en prisión puede ganar fuerza simbólica, a lo Mandela, pero si es liberado puede convertirse en un agitador público de gran calado. Y si lo matan, será un mito. De ahí que por ahora, en el más refinado estilo, el régimen reacciona colgándole delitos nunca cometidos. Lo más probable es que después lo acusarán de violador, pedófilo y otras exquisiteces. Pero los ciudadanos rusos ya conocen el método y probablemente muy pocos se dejaran impresionar.
Navalny eligió bien el momento del regreso. Precisamente cuando tiene lugar el fin del gobierno de Trump quien después de China había situado como enemigo nada menos que a la Europa democrática, estableciendo alianzas con los mismos aliados de Putin, entre ellos el húngaro Orban y todas las organizaciones políticas anti- UE, incluyendo a partidos neo-fascistas. La mayoría de los trumpistas europeos son también putinistas. Con la salida de Trump -quien en su complicidad con el jerarca ruso nunca gastó una frase de protesta en contra del intento de asesinato a Navalny ni mucho menos frente al aplastamiento de las movilizaciones democráticas en Bielorrusia- Putin ha perdido a un gran aliado internacional. Razón de más para operar con cautela diplomática frente al nuevo gobierno estadounidense y así ganar tiempo esperando -y seguramente financiando– una rehabilitación del trumpismo como movimiento político. Lo mismo sucede con respecto a Alemania.
Merkel es tenaz defensora de los derechos humanos pero bien puede ser que quien la suceda en el cargo no siga sus huellas. Por eso, el juego típico de Putin, el de pasar agachado esperando el momento oportuno, lo echa a perder el regreso de Navalny.
Con su sola presencia, al borde de la inmolación corporal, Navalny ha puesto el tema de la lucha por las libertades en el centro de la política rusa. De una u otra manera los focos de la prensa internacional estarán puestos sobre su simbólica persona.
Aunque el movimiento democrático ruso no depende de la opinión pública internacional, Navalny ha logrado otear que Putin es muy sensible a ella. En gran medida el debilitamiento de la Europa democrática ha sido obra de los partidos y gobiernos anti-europeos, fuera y dentro de la UE. Una campaña a favor de la libertad de Navalny los pondría a la defensiva. Si esa demanda es fuerte, los defensores de la democracia institucional (liberales, conservadores y socialistas democráticos) pasarían en cambio a la ofensiva. Navalny podría así convertirse en el símbolo europeo de los demócratas institucionales en su lucha en contra del populismo-nacionalista que avanza y avanza bajo el manto protector que le tiende Putin. Levantar la consigna, “Libertad para Alexei Navalny” no es entonces solo un tema ético. Es, además, muy político. Significa oponerse de modo activo a las amenazas de los grupos extremistas que, en nombre de la democracia rinden pleitesía a líderes autocráticos, llámense Orban, Kaszinski, Salvini, Erdogan, Trump o Putin. Contra ellos es la cosa.
¡Libertad para Alexei Navalny!