Para los estudiosos de la democracia americana, el sistema establecido hace más de dos siglos (desde 1787) por los padres fundadores ha sido, durante mucho tiempo, una de las mejores referencias de una democracia bien concebida y razonablemente operativa, basada en los principios de libertad e igualdad.
Hay que recordar que los revolucionarios norteamericanos que ganaron la Guerra de Independencia frente a los Ejércitos del Rey Jorge III, los más poderosos del mundo, no solo demostraron valor y determinación, sino también claridad de ideas y de propósitos sobre cómo constituir un nuevo régimen político que respondiera a las ideas y anhelos de libertad y constitucionalidad que postulaban los sectores ilustrados de las sociedades más cultas de la época, especialmente la Francia revolucionaria.
Aquel modelo democrático, que nació vacunado contra los riesgos de los poderes absolutos y arbitrarios, ha demostrado históricamente una razonable funcionalidad y estabilidad, precisamente en función del propio carácter abierto y perfectible de su Constitución, que ha tenido que operar en condiciones diferentes y no siempre fáciles, ni exentas de contradicciones, especialmente debido a la persistencia sociológica de residuos tardoesclavistas.
Los europeos durante mucho tiempo hemos envidiado y ponderado las virtudes de ese modelo democrático en el que, además de respetarse la división de poderes (todos emanados del pueblo), se contaba con otros mecanismos de pesos, contrapesos y equilibrios; perfilando una historia centenaria de líderes y responsables políticos especialmente cualificados e ilustrados, y una ciudadanía activa y muy comprometida. Por eso Tocqueville, en su libro La democracia en América (1835), ensalzó la existencia de una rica y variada red asociativa, como una especie de fertilizante enriquecedor de la democracia. Una red que estaba formada por miles y miles de asociaciones que, desde los niveles y actividades más básicas y elementales de la vida social, hasta las más complejas, brindaba unos cimientos firmes a toda la estructura social y política
Desde hace décadas, algunos de tales supuestos y virtudes están en crisis. En el año 2000, Robert D. Putnam, en su libro Bowling alone. The collapse of american community, demostró que el rico tejido asociativo, que tanto ensalzaron analistas como Tocqueville, estaba desapareciendo a marchas aceleradas, causando una grave crisis de “capital social” y dejando tras de sí un vacío irrecuperable; incluso en el plano deportivo de base. De ahí el título de su libro (Bowling alone), “Jugando solo a los bolos”.
A su vez, el otro tejido de publicaciones y periódicos independientes y auténticos, y de otros medios de comunicación, ha sido poco a poco desmantelado y engullido por grandes conglomerados de comunicación, que han reemplazado el papel de los periodistas críticos, autónomos y de una honestidad y profesionalidad incorruptibles –de los que el caso de Bob Woodward y Carl Bernstein fue un ejemplo más–, por unas estructuras y unas prácticas de comunicación especialmente erosivas y denigratorias al servicio de partes, cuyo máximo ejemplo actual es el conglomerado Fox News.
Se trata de conglomerados cuasi monopolistas con un enorme afán de intromisión y manipulación de la vida política, y que están estratificando el mundo de la comunicación entre una pequeña élite de estrellas cainitas al servicio de sus dueños, y una gran masa de peones cuya autonomía y suficiencia económica y profesional se ve cada vez más mermada y condicionada.
Y, sobre todo, junto a otros cambios importantes, hay que preguntarse dónde está quedando el sentido del honor y de la competencia intelectual y experta de buena parte de los viejos políticos, desde la época de los padres fundadores, cuyos perfiles están siendo sustituidos por personajes ignorantes, populistas, agresivos y tuiteros, cuyo prototipo, en nuestros días, es Donald Trump, pero cuyos antecedentes llevan años mostrando los peores ejemplos de lo que debe ser un buen comportamiento político. Personajes que, o bien han utilizado cuantiosos recursos económicos propios, o que se han “beneficiado” de los generosos fondos de grandes magnates “apadrinadores” de políticos, como los hermanos Koch y otros multimillonarios, que pretenden convertir la democracia norteamericana en una auténtica plutocracia, en la que el poder del dinero se acabe imponiendo al voto ciudadano libremente emitido; hasta el punto que no pocos analistas de estas tendencias han criticado que el viejo principio de “un hombre un voto” está siendo sustituido en la práctica por el criterio “un dólar un voto, muchos dólares muchos votos”.
El problema es que para lograr sus objetivos plutocráticos los nuevos poderosos están dispuestos a triturar todo lo que se les ponga por delante, imponiendo en la arena política las más feroces prácticas de denigración y crítica a todos aquellos que no son considerados afines o dóciles. De ahí las persecuciones y difamaciones sufridas por no pocos líderes del Partido Demócrata norteamericano, mientras que personajes como Trump son protegidos por las corazas mediáticas montadas por dichos núcleos de poder y dominación. Algo que no ocurre solo en los Estados Unidos de América.
Un nuevo test electoral
Después de lo ocurrido en las elecciones presidenciales del año 2000, con el escándalo de las papeletas-mariposa y otros fraudes demostrados, en las que el verdadero ganador – Al Gore– fue desplazado y humillado, y de lo ocurrido hace ahora cuatro años, en las presidenciales en las que la candidata ganadora con tres millones de votos populares más –Hillary Clinton– quedó postergada, no puede negarse que la posibilidad de una nueva crisis en las presidenciales del 3 de noviembre podría causar un trastorno tremendo en la credibilidad y funcionalidad de la democracia norteamericana.
Una democracia que, pase lo que pase el 3 de noviembre, está claramente necesitada de un ejercicio de transparencia y puesta al día, que ataje los riesgos de devaluación y descrédito que la amenazan. Riesgos que nadie medianamente objetivo y riguroso puede dejar de reconocer.
Cuando un sistema político posibilita que un personaje como Trump llegue a ocupar el poder ejecutivo –con todas sus capacidades– y que resulten verosímiles las posibilidades de su reelección y, por lo tanto, de continuar con su tarea de desmontaje y control de los poderes e instancias que permiten el equilibrio de pesos, contrapesos y equilibrios entre los tres poderes y otras instancias intermedias, es evidente que algo tiene que ser reformado si se quiere garantizar que no surjan poderes absolutos. Absolutos y a veces enloquecidos y enloquecedores.
Lo que se está haciendo con el Tribunal Constitucional, junto a los continuos manejos y contra manejos desplegados por Trump y los suyos en torno a los círculos de asesores y encauzadores de las políticas norteamericanas constituyen ejemplos ilustrativos de la estrategia de demolición en cadena de elementos importantes de los equilibrios de poderes en los que se ha venido sustentando la democracia norteamericana. Y, por lo tanto, la propia fortaleza económica de este país también. Y no digamos de su prestigio y credibilidad internacional.
De ahí la importancia y urgencia de un proyecto de regeneración política, moral y económica que solo un triunfo de los demócratas el 3 de noviembre puede hacer posible.
Aunque lo más plausible es que el 3 de noviembre los candidatos demócratas tengan suficientes votos populares como para garantizarles un mayor número de electores presidenciales, el propio hecho de que esto no esté asegurado automáticamente ya es un problema de suficiente entidad –y peligro– como para que sea atajado con la firmeza y resolución necesarias. Pase lo que pase finalmente en las elecciones del 3 de noviembre. Ya que, evidentemente, aunque ahora se supere una situación tan peligrosa, si no se moderniza y autentifica el sistema de votación en Norteamérica, el problema puede volver a plantearse tarde o temprano. Y quizás en condiciones peores o más difíciles.
La agenda reformista
Las iniciativas que tendrían que emprenderse para evitar las disfunciones y problemas que han emergido en el sistema de votación americano son muy diversas y no afectan solo al momento concreto de la votación. Aunque esto sea lo más llamativo y merecedor de atención más prioritaria. Por eso, resulta urgente que los norteamericanos recuperen la confianza en el carácter directo e inequívoco de su voto para elegir Presidente. Lo cual exige pensar en reformas del propio censo electoral –¿por qué no un censo electoral universal de población?– que garanticen que nadie pueda quedarse sin votar, si así lo quiere, tanto si esa es su intención un mes o más antes del día electoral, como ese mismo día, al igual que ocurre en la inmensa mayoría de los países democráticos.
En segundo lugar, resulta también fundamental que los resultados en las urnas coincidan con –y garanticen– la elección del Presidente correspondiente, sin que existan dudas sobre la transparencia de los procesos de votación, de acuerdo con criterios de correspondencia y fidelidad, que no hagan factibles casos como el de Florida en el año 2000 –y parece que otros Estados–, en las elecciones en las que se dio por perdedor a Al Gore, sin posibilidades ni garantías de supervisión y verificación ulterior. Algo que ahora también pudiera darse al revés, si Trump y los suyos no aceptan los resultados de las urnas e intentan maniobrar en los Tribunales para obtener lo que el pueblo no les dio directa y libremente.
Para superar tales peligros –y todas las erosiones asociadas– no hay más salida que modernizar y autentificar unos sistemas de votación intermediada, que si tenían algún sentido, y funcionaron hace muchos años, era porque entonces las sociedades eran muy diferentes a las actuales. Como también lo eran los riesgos de tergiversación y manipulación dela voluntad popular. Sin embargo, ahora se está ante situaciones y condiciones muy diferentes que confieren una validez redoblada a la vieja ley de vida enunciada como “renovarse o morir”
Al margen de este núcleo central de la cuestión, es evidente que otras reformas posibles también deberían contribuir poderosamente a la autentificación y mejora de la democracia norteamericana, como la aplicación de las leyes antimonopolio a la estructura de poderes en los medios de comunicación, que han conducido a los Estados Unidos de América de ser un país ejemplar en estos aspectos a todo lo contrario. Un país en el que a principios del siglo XX más del 80% de los periódicos eran independientes, mientras que en nuestros días unos pocos conglomerados de grandes emporios de comunicación monopolizan prácticamente toda la información relevante e influyente. Por eso es imprescindible recuperar la pluralidad de base y plantear iniciativas y posibilidades, como los “estatutos de redacción”, y otras medidas y estímulos que garanticen en mayor grado la pluralidad y las libertades de expresión, conciencia y capacidad crítica entre los profesionales de la comunicación.
También resulta inexcusable abordar, la manera de evitar los riesgos de que la democracia norteamericana se acabe convirtiendo de manera abierta y neta en una plutocracia sin prejuicios, dominada por el poder del dinero y por la voluntad de los poderosos. Lo cual requerirá medidas suficientemente afinadas.
En cualquier caso, lo que parece inequívoco es que, cuando una democracia antes tan valorada y tan exitosa ha descendido en los rankings internacionales de democracia, como el que realiza The Economist, hasta el número 25 de calidad (España está en el 19, como una democracia plena), entre los países considerados como “democracias imperfectas”, está claro que algo importante está ocurriendo. Algo que requiere una atención y una voluntad reformadora firme y fuerte, como aquella de la que dieron prueba los padres fundadores de una de las primeras, y más prestigiosas y duraderas, democracias desarrolladas en nuestra civilización.