Se lo escuché decir al pastor de camellos sentado a la sombra de la muralla de Smara, la ciudad santa que mira al desierto: “Debajo del sol, la fuente corre. Eso es mi país, amigo”.
Volvía al dominio del al-Maghreb, bastión occidental del Islam, el olor a sándalo, la brisa ardiente, los arcanos de la kasba. Ahora hago parada Tánger.
La urbe moruna del antiguo Protectorado español, dejó hace tiempo de ser lo que inconmensurablemente había sido: un reducto de aventureros, espías, soñadores y nostálgicos; no obstante, aún se siente en sus callecitas bajando hacia el puerto, tras dejar la “Terrassa”, al final del boulevard Pasteur, un revolotear de pasiones, noches interminables de ardor y un vapor de amanecidas reposando en la mirada.
Una noche de whiskys, vino y rosas, llegó, con su cansancio de gacela hambrienta, Truman Capote. Deseaba estrujar entre los zumos del alma unos ojos de muchacho moruno en flor, como abrevadero que refrescara su carne quejumbrosa. Arrinconado el arpa de hierba que le amortajó de nostalgias, desatendido de plegarias frías, hacía el postrero crucero de verano pronto a encallar en los rompientes tras el último desayuno en Tiffany´s.
Otros vinieron e hicieron igual. Sucedió cuando Tánger se envolvía en fumadas olorosas, fronteras sin códigos, y el pasaporte tenía el color azulino de la libertad.
Paul Bowles fue el sumo sacerdote de una religión cuya piedra de los sacrificios tenía incrustada la carne de un jovencito de piel canela y un mar de venas pasionales que el escritor saboreaba hasta la embriaguez absoluta.
Allen Ginsberg, Tennessee Williams, Cecil Beaton, Gore Vidal y Haro Ibars, abandonaron la posguerra de Europa y partieron al encuentro de las vaporosas alucinaciones.
Y eso es Tánger, territorio en que el siroco de los aromas, sus calles, palacetes, hoteles, Zoco Chico y Grande, la propia Alcazaba y esa bajada por la Gran Mezquita camino del fondeadero marino, esparcen un sabor a quif cercano al misticismo.
La urbe es lasciva en sí misma. Algunos de esos escritores, artistas o simples vividores, fueron en busca de sustancias fantasmagóricas y tiernos efebos, y sin darse cuenta crearon pasmosas remembranzas.
Si el viajero anhela saber algo más, suficiente seria acudir al antiguo museo de la Delegación Americana, al final de una zona rayando en lo inmoral en el lugar más pobre de la Medina.
La mansión atesora retazos de finales del siglo XVII. Guarda pinturas, grabados, fotografías, esculturas, litografías y recuerdos de aquellos creadores que hicieron de Marruecos, y especialmente de esta zona del Rif, la expresión de un arte fogoso sin mesura.
En las angostas callecitas, tiendas o cafés, la gente se limita observarse unos a otros. Es el pasatiempo de la antigua ciudadela fenicia.
Ahora, en el recuerdo, Tánger es sobre nuestra piel hendida un escenario de espejos humedecidos con “eau de rose”.